La elección de James Clapper, un teniente general jubilado de la Fuerza Aérea que dirigió anteriormente dos agencias de inteligencia del Pentágono, como director nacional de inteligencia de EEUU ha sacado a la luz los múltiples conflictos y tensiones que recorren la clase dirigente norteamericana y que la llegada de Obama, junto a la profundidad de la crisis, no ha hecho sino agudizar.
Los días revios a la comparecencia de Clapper ante el Comité de Inteligencia del Senado, el Washington Post publicaba una serie de artículos absolutamente demoledores acerca del estado actual de lo que ellos mismos denominan como la “comunidad de inteligencia” de EEUU, es decir, el conjunto de organismos, instituciones y agencias secretas y ocultas al público encargadas de mantener la “seguridad nacional” o, por decirlo más claramente, de intervenir en cualquier lugar del planeta que sea necesario y del modo que sea preciso para preservar la hegemonía imperial de EEUU. Los artículos publicados por el Post revelan que “33 complejos de edificios para labores de inteligencia secreta están construyéndose o han sido construidos desde septiembre de 2001”. Lo que equivale a tres Pentágonos. En su interior, “1.271 organizaciones gubernamentales y 1.931 compañías privadas trabajan en programas relativos al contraterrorismo, a la seguridad nacional y a la inteligencia en cerca de 10.000 lugares a lo largo de Estados Unidos”, según el recuento aproximado hecho por el Post, que estima en no menos de 850.000 personas las que poseen autorización en cuestiones secretas de seguridad. Es decir, toda una ciudad como Sevilla o Valencia dedicadas a labores de inteligencia y espionaje. Sólo por número de efectivos, la inteligencia norteamericana ocuparía el sexto lugar entre los mayores ejércitos del mundo. Pero, además de los apabullantes datos sobre la extensión y el poder de la inteligencia yanqui, lo que ha puesto de manifiesto el serial del Washington Post es el grado de descoordinación, el despilfarro y las múltiples rivalidades y conflictos de competencias entre sus distintos organismos. Cuatro jefes en cinco años Empezando por la cabeza, que la Oficina del Director de Inteligencia Nacional –un cargo creado a propuesta de la Comisión que investigó el 11 de Septiembre– haya tenido cuatro jefes en los últimos 5 años es un dato revelador de las dificultades a las que se enfrenta la dirección unificada de este macro-complejo de espionaje. Según el Post, la red de inteligencia y espionaje construida tras del 11 de septiembre es “tan grande, tan difícil de manejar y tan secreta que nadie sabe cuánto dinero cuesta, el número de personas que emplea, cuántos programas existen exactamente o cómo muchas agencias hacen el mismo trabajo”. Desde el 11-S, Estados Unidos ha aumentado sus presupuestos de inteligencia en un 250% y ha creado o renovado 263 organismos, dependientes de hasta 16 agencias federales distintas, cada una de ellas con su propia dirección y sus propias directrices. Esta enorme expansión de agencias, programas y personal ha creado una situación en la que cada una de las grandes agencias relacionadas con la seguridad nacional se han constituido, por decirlo así, en una especie de “reino de taifa”, cuya cadena de mando, competencias, personal y actuaciones entran permanentemente en conflicto unas con otras y, a su vez, para mantener ese poder autónomo trabajan conjuntamente para evitar u obstaculizar el desarrollo de una dirección unificada. Situación que se ve agravada, además, por la existencia de “contratistas privados”, es decir, empresas de mercenarios que se alquilan para realizar determinadas tareas o misiones de inteligencia a cambio de un beneficio. Lo que al mismo tiempo provoca una permanente disputa de cada una de las agencias por hacerse con un bocado mayor del presupuesto federal de inteligencia, al que se destinan oficialmente 75.000 millones de dólares anuales (alrededor de 10 billones de las antiguas pesetas). Este fraccionamiento múltiple de la inteligencia yanqui, y el que haya sido revelado por el Post, es sólo una muestra de las profundas divisiones que recorren a la clase dominante norteamericana, al stablishment de Washington y a los principales aparatos de Estado. Divisiones y conflictos que se reflejan también en otras muchas cuestiones como la reforma financiera de Obama, su programa de estímulos económicos, la estrategia para Afganistán, el tratamiento a China o la inmigración, por citar sólo algunos ejemplos. A medida que la crisis desatada por Wall Street se revela más y más como un pozo sin fondo y contener el ascenso de China y el resto de potencias emergentes resulta crecientemente ingobernable, las divisiones y conflictos en el interior de la superpotencia se ahondan y agudizan, llegando incluso a tocar el sensible terreno de los aparatos de inteligencia, uno de los poderes del Estado al que los demócratas han reservado desde siempre un papel privilegiado en su política de mantenimiento y expansión de la hegemonía yanqui a través del “poder blando”. Sin embargo, quedarse sólo en este aspecto, es recorrer sólo la mitad del camino. Los poderes orgánicos de la superpotencia, en este caso uno de los máximos representantes del llamado “cuarto poder”, el Washington Post, no dan puntada sin hilo. Y por eso es necesario preguntarse qué es lo que buscan difundiendo una información en apariencia tan sensible. ¿Un monstruo ingobernable? Uno de los métodos históricamente más utilizados por EEUU consiste en lo que podríamos denominar como la táctica de “vacunar para hacer inmune” a la población –tanto de su país como del resto del mundo– a sus atrocidades. Como hace la medicina, introduciendo pequeñas dosis de virus en un organismo para provocar la producción de anticuerpos, periódicamente EEUU hace públicos, a pequeñas dosis, algunos de sus peores crímenes o atrocidades. Alguien, llevado de su ingenuidad, puede pensar que esto constituye un saludable ejercicio de autocrítica. Pero nada más lejos de la realidad. Al hacerlo, el hegemonismo ejecuta un calculado plan de subversión de las conciencias: lo monstruoso es lo “normal”, es lo que ocurre todos los días, sólo que a veces se cometan excesos. El horror del ayer tapa o minimiza el horror de hoy. Y el de hoy, dado a conocer al público en una dosis lo suficientemente inocua como para no provocar un rechazo total, servirá para crear anticuerpos de inmunidad para el horror de mañana. ¡850.000 personas dedicadas a la inteligencia es una barbaridad, un despilfarro, una muestra de descoordinación e incompetencia!, clama el Washington Post. ¿Y entonces, cuál es la medida justa, 500, 600, 700.000? Poniendo el acento es ese punto, el hegemonismo logra desviar la atención de la cuestión principal: la auténtica monstruosidad de un poder que necesita un ejército de espías, asesinos y mercenarios para tratar de controlar todo el planeta e intentar arrancar de raíz cualquier cosa que se oponga a sus designios.