La relación del arte y el poder

Las vanguardias se rebelan contra la burguesí­a

Impresion: Sol naciente, la obra de Monet que darí­a nombre al movimiento

Aunque no puede considerarse al impresionismo como un movimiento de vanguardia, sino como antecedente, su aporte sin embargo va a ser determinante

En la última entrega vimos cómo, tras la degeneración del barroco, la pareja romanticismo-realismo se impone como la nueva concepción artística que durante los dos primeros tercios del sigo XIX acompaña a la burguesía y la expansión de sus revoluciones por toda Europa.

Sin embargo, el romanticismo va a tener una trayectoria relativamente corta. El fracaso de la oleada revolucionaria de 1848 y, sobre todo, el sangriento aplastamiento de la insurrección de la Comuna de París en 1873, van a marcar el inicio de una rebelión generalizada del arte y los artistas contra el nuevo mundo burgués que se afianza y se desarrolla velozmente en toda Europa.

En esos momentos comienzan a gestarse lo que serán las vanguardias artísticas, que inician su andadura con la aparición del impresionismo, continúan con las rupturas que entre finales del XIX y comienzos del XX van a provocar los distintos “ismos” artísticos (fauvismo, cubismo, futurismo,…) y que eclosionarán de forma magnífica en el llamado período de entreguerras con la explosión de las vanguardias que se hacen con la hegemonía del mundo artístico y cultural tras la grieta imperialista que provoca la Iª Guerra Mundial.

Aunque no puede considerarse propiamente al impresionismo como un movimiento de vanguardia, sino como un antecedente de ellas, su aporte sin embargo va a ser determinante. Los impresionistas revolucionan las formas pictóricas al liberar el poder expresivo del color.«Para los impresionistas, la descripción de la forma queda relegada a un segundo plano»

Los impresionistas adoptan una pintura más libre y suelta, sus pinceladas muestran una realidad fragmentada y la luz se convierte en el factor unificador de la figura y el paisaje.

Los impresionistas, a diferencia de los románticos y los realistas del período anterior, son artistas descreídos de la promesa de progreso eterno que parecían traer consigo las revoluciones democráticas y liberales de la burguesía. Ya no pretenden, como sus antecesores, que su arte esté al servicio de estas transformaciones radicales en las costumbres de su época. Tampoco están ya comprometidos con la voluntad del gran cambio social que se está operando en el mundo con el advenimiento de la burguesía como clase dominante en Europa.

Una actitud que es consecuencia directa del fracaso de las pretensiones revolucionarias de 1848. Con una Francia dominada por la corrupta corte de Luis Napoleón Bonaparte, una Inglaterra expandiendo su imperio colonial por medio mundo o una Prusia bismarckiana imponiendo a golpe de fuerza la unificación de Alemania, las promesas de un mundo mejor que la burguesía ha hecho mientras barría la escoria feudal se están desvaneciendo a marchas forzadas. El espejismo quedará definitivamente roto ante el horror de la Comuna de París.

A diferencia de los románticos, las discusiones de los impresionistas ya no giran en torno al papel del arte en el nuevo mundo que se está construyendo, se alejan de él y se repliegan a los aspectos técnicos y conceptuales de un modelo pictórico que si nace inicialmente como una exacerbación del naturalismo, es llevado a tales extremos que terminará rompiendo y oponiéndose abiertamente a él.

Si románticos y realistas de las décadas anteriores encontraban los fundamentos de su concepción artística en las esperanzas de cambio, en las potencialidades del hombre por llegar a algo nuevo, en el movimiento de las fuerzas revolucionarias, los escépticos y desencantados impresionistas sustituyen estas discusiones de contenido por las de la técnica y la luz.«En la alborada del 18 de marzo de 1871, París despertó entre un clamor de gritos de «Vive la Commune!»»

No es extraño por eso que sea en Francia, donde más patente es el fracaso de las revoluciones de 1830 y 1848 que han desembocado en el IIº Imperio, donde el impresionismo y la ruptura con e romanticismo y el realismo nazca, cobre fuerza e irradie su influencia al resto de Europa.

Esta concentración de movimiento en un único punto geográfico, el París de comienzos de la segunda mitad del silo XIX, va a tener un efecto que se transmitirá posteriormente a la vanguardias. Los pintores impresionistas (Monet, Renoir, Degas, Pissarro,…) son por primera vez conscientes de formar un colectivo diferenciado y específico que posee unas concepciones del arte comunes y, por ello, unos mismos objetivos que defender.

Y empiezan a fraguar la forma de atraerse a más artistas y presentarse ante el público como un movimiento unitario. En 1874, la Sociedad anónima de pintores, escultores y grabadores que han creado logra organizar una muestra en París en la que participan treinta y nueve pintores con más de ciento sesenta y cinco obras. Entre ellas la emblemática Impresión: sol naciente de Monet, la obra de cuyo comentario burlón de un crítico de arte tomará definitivamente nombre la nueva corriente artística

Los pintores impresionistas aportan una ruptura a la concepción del arte del que se nutrirán posteriormente todas las vanguardias, aunque por caminos diferente y enfrentados al mismo impresionismo. La descripción de la forma queda relegada a un segundo plano, para los impresionistas esto es algo que debe quedar en manos del dibujante y no del pintor. La pintura debe ocuparse de aquello que le es intrínseco: la luz y el color, no la descripción formal del volumen. Los impresionistas abandonan así una concepción de siglos heredada de las rupturas formales que introduce el Renacimiento.

Los volúmenes y las formas se diluyen, se mezclan o se separan de forma imprecisa dependiendo de la luz a la que están sometidas, dando lugar a esa “mpresión” que le da nombre al movimiento. Los impresionistas descubren a través de sus investigaciones sobre el color que bajo ciertas condiciones, partes inconexas dan lugar a la percepción de un todo unitario. Que el uso de pequeñas pinceladas de colores puros puede dar como resultado un todo tan unificado como vibrante. Y que, aunque las pinceladas aisladamente no obedezcan exactamente a la forma que se quiera representar, en conjunto –cuando la obra acabada es vista global y unitariamente– adquiere la unidad necesaria para ser percibida como un todo perfectamente definido. Esta auténtica revolución conceptual acerca del papel de la forma, y la capacidad de la obra pictórica de reproducirla sin necesidad de atender principal o exclusivamente a los volúmenes y la geometría del objeto representado, será una de las fuentes originarias de las que nacerán las posteriores vanguardias artísticas que transformarán por completo el mundo del arte y la cultura con la llegada del siglo XX. Pero ese será el tema que nos ocupará la próxima entrega.

La Comuna de París

(…) En la alborada del 18 de marzo de 1871, París despertó entre un clamor de gritos de «Vive la Commune!» ¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto atormenta los espíritus burgueses? «La sociedad burguesa adulta acabó transformando en un medio para la esclavización del trabajo por el capital»

«Los proletarios de París –decía el Comité Central en su manifiesto del 18 de marzo–, en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes, se han dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la situación tomando en sus manos la dirección de los asuntos públicos . . . Han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el Poder.» Pero la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines.

El Poder estatal centralizado, con sus órganos omnipresentes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura –órganos creados con arreglo a un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo–, procede de los tiempos de la monarquía absoluta y sirvió a la naciente sociedad burguesa como un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo. Sin embargo, su desarrollo se veía entorpecido por toda la basura medieval: derechos señoriales, privilegios locales, monopolios municipales y gremiales, códigos provinciales. La escoba gigantesca de la Revolución Francesa del siglo XVIII barrió todas estas reliquias de tiempos pasados, limpiando así, al mismo tiempo, el suelo de la sociedad de los últimos obstáculos que se alzaban ante la superestructura del edificio del Estado moderno, erigido en tiempos del Primer Imperio, que, a su vez, era el fruto de las guerras de coalición de la vieja Europa semifeudal contra la Francia moderna. Durante los regímenes siguientes, el Gobierno, colocado bajo el control del parlamento –es decir, bajo el control directo de las clases poseedoras–, no sólo se convirtió en un vivero de enormes deudas nacionales y de impuestos agobiadores, sino que, con la seducción irresistible de sus cargos, prebendas y empleos, acabó siendo la manzana de la discordia entre las fracciones rivales y los aventureros de las clases dominantes; por otra parte, su carácter político cambiaba simultáneamente con los cambios económicos operados en la sociedad.

Al paso que los progresos de la moderna industria desarrollaban, ensanchaban y profundizaban el antagonismo de clase entre el capital y el trabajo, el Poder estatal fue adquiriendo cada vez más el carácter de poder nacional del capital sobre el trabajo, de fuerza pública organizada para la esclavización social, de máquina del despotismo de clase.

Después de cada revolución, que marca un paso adelante en la lucha de clases, se acusa con rasgos cada vez más destacados el carácter puramente represivo del Poder del Estado. La Revolución de 1830, al dar como resultado el paso del Gobierno de manos de los terratenientes a manos de los capitalistas, lo que hizo fue transferirlo de los enemigos más remotos a los enemigos más directos de la clase obrera. Los republicanos burgueses, que se adueñaron del Poder del Estado en nombre de la Revolución de Febrero, lo usaron para provocar las matanzas de Junio, para probar a la clase obrera que la República «social» era la República que aseguraba su sumisión social y para convencer a la masa monárquica de los burgueses y terratenientes de que podían dejar sin peligro los cuidados y los gajes del gobierno a los «republicanos» burgueses. «¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto atormenta los espíritus burgueses?»

Sin embargo, después de su única hazaña heroica de Junio, no les quedó a los republicanos burgueses otra cosa que pasar de la cabeza a la cola del Partido del Orden, coalición formada por todas las fracciones y fracciones rivales de la clase apropiadora, en su antagonismo, ahora abiertamente declarado, contra las clases productoras. La forma más adecuada para este gobierno de capital asociado era la República Parlamentaria, con Luis Bonaparte como presidente. Fue éste un régime de franco terrorismo de clase y de insulto deliberado contra la vile multitude [vil muchedumbre]. Si la República Parlamentaria, como decía el señor Thiers, era «la que menos los dividía» (a las diversas fracciones de la clase dominante), en cambio abría un abismo entre esta clase y el conjunto de la sociedad situado fuera de sus escasas filas.

Su unión venía a eliminar las restricciones que sus discordias imponían al Poder del Estado bajo régimes anteriores, y, ante el amenazante alzamiento del proletariado, se sirvieron del Poder estatal, sin piedad y con ostentación, como de una máquina nacional de guerra del capital contra el trabajo. Pero esta cruzada ininterrumpida contra las masas productoras les obligaba, no sólo a revestir al Poder Ejecutivo de facultades de represión cada vez mayores, sino, al mismo tiempo, a despojar a su propio baluarte parlamentario –la Asamblea Nacional–, de todos sus medios de defensa contra el Poder Ejecutivo, uno por uno, hasta que éste, en la persona de Luis Bonaparte, les dio un puntapié. El fruto natural de la República del Partido del Orden fue el Segundo Imperio.

El Imperio, con el coup d’Etat por fe de bautismo, el sufragio universal por sanción y la espada por cetro, declaraba apoyarse en los campesinos, amplia masa de productores no envuelta directamente en la lucha entre el capital y el trabajo. Decía que salvaba a la clase obrera destruyendo el parlamentarismo y, con él, la descarada sumisión del Gobierno a las clases poseedoras. Decía que salvaba a las clases poseedoras manteniendo en pie su supremacía económica sobre la clase obrera, y, finalmente, pretendía unir a todas las clases, al resucitar para todos la quimera de la gloria nacional.«El fruto natural de la República del Partido del Orden fue el Segundo Imperio»

En realidad, era la única forma de gobierno posible, en un momento en que la burguesía había perdido ya la facultad de gobernar la nación y la clase obrera no la había adquirido aún. El Imperio fue aclamado de un extremo a otro del mundo como el salvador de la sociedad. Bajo su égida, la sociedad burguesa, libre de preocupaciones políticas, alcanzó un desarrollo que ni ella misma esperaba. Su industria y su comercio cobraron proporciones gigantescas; la especulación financiera celebró orgías cosmopolitas; la miseria de las masas contrastaba con la ostentación desvergonzada de un lujo suntuoso, falso y envilecido. El Poder del Estado, que aparentemente flotaba por encima de la sociedad, era, en realidad, el mayor escándalo de ella y el auténtico vivero de todas sus corrupciones. Su podredumbre y la podredumbre de la sociedad a la que había salvado, fueron puestas al desnudo por la bayoneta de Prusia, que ardía a su vez en deseos de trasladar la sede suprema de este régime de París a Berlín. El imperialismo es la forma más prostituida y al mismo tiempo la forma última de aquel Poder estatal que la sociedad burguesa naciente había comenzado a crear como medio para emanciparse del feudalismo y que la sociedad burguesa adulta acabó transformando en un medio para la esclavización del trabajo por el capital (…)

Karl Marx.

La guerra civil en Francia (1871)