¿Por qué la izquierda no ha sido protagonista en la defensa de las víctimas, en la lucha contra ETA?
Para los que nacimos a finales de los sesenta, cuando ETA ya mataba, la historia de la organización terrorista pertenece a nuestra biografía. Desde que tuvimos uso de razón, el goteo intermitente de asesinatos formó parte de nuestra adolescencia, de nuestra juventud, de nuestra madurez. Desde que asomamos la cabeza a la vida social la sombra se cernía una y otra vez como una maldición irresoluble, ¿no tendría fin? No se pueden olvidar aquellas mañanas de pronto grises en que a la hora del desayuno irrumpía un boletín de noticias urgente: coche bomba en… y uno encogía el estómago esperando el balance de víctimas. Todos los atentados te resecaban la garganta, pero cuando además sucedían en tu ciudad, rápidamente había que llamar por teléfono para comprobar que nadie conocido estuviera en las inmediaciones, y alguien decía: “madre mía, ayer estuve allí a esa hora”.
Estamos hablando de que durante largos y lentos años en Euskadi, Navarra, Madrid, Barcelona, Zaragoza… la población española (no hay que olvidarlo) vivió en un estado de excepción, bajo amenaza indiscriminada y directa, como quedó claro desde la masacre de Hipercor. Cuántas veces nos preguntamos: ¿cuándo terminará esto? Y hay que pararse a recordarlo, a inventariarlo, nombre por nombre. Porque fueron las víctimas, los heridos, los secuestrados, los amenazados, los extorsionados, los exiliados, los anulados, los silenciados, los millones de personas que vieron truncadas o condicionadas sus vidas durante décadas.
Por fin esto ha terminado. Les hemos derrotado, sin paliativos, y hay que celebrarlo. El comunicado de ETA es una capitulación oficial. Después de medio siglo de sufrimiento es la primera vez que se habla de perdón. Este hecho en sí mismo constituye una victoria.
Pero no nos engañemos, si leemos la declaración completa quedan evidenciadas las oscuras imposturas que siguen anidando en su discurso. Desde la vieja y reaccionaria de declararse “organización socialista revolucionaria vasca de liberación nacional” (cuando han sido su perfecta antítesis), pasando por el doble rasero hacia las víctimas, o el “lo sentimos de veras”, después de todo el tiempo transcurrido y cuando el aislamiento y la derrota no dejan otra opción que la de agachar la cabeza.
A partir de ahora, el problema principal no va a estar en qué dice la cúpula de un reducto sin credibilidad moral alguna, sino en qué respuestas se van a dar, especialmente desde los sectores progresistas, a sus últimos estertores, a la escenificación de la disolución, la entrega de armas… Porque la derrota es un proceso y acaba de empezar. Tenemos por delante una larga etapa de elaboración de la memoria donde se va dilucidar si vamos extirpar el cáncer o a reeditar otra máscara. En estos días y en diferentes tribunas el debate está abierto: quién va escribirla y cómo.
Pero una pregunta que no aparece es qué papel debe jugar la izquierda en todo ello. ¿Por qué la izquierda no ha sido protagonista en la defensa de las víctimas, en la lucha contra ETA? Hubo que esperar a la rebelión democrática y ciudadana iniciada por Basta Ya para que la sociedad tomara la calle y diera un puñetazo en la mesa. Qué entramado de complicidades ideológicas de diverso grado y carácter ha prevalecido para que por acción u omisión una parte de la izquierda política y social fuera rehén del argumentario del terrorismo. Qué anestesia era necesaria para justificar, callar o no denunciar resueltamente un historial de muerte y terror que para cualquier demócrata sólo podía responder al nombre de fascismo.
En un capítulo de Patria, Fernando Aramburu irrumpe en la ficción de la novela como un escritor que da una conferencia y declara con honestidad: “Yo también fui un adolescente vasco y estuve expuesto como tantos otros chavales de mi época a la propaganda favorecedora del terrorismo y a la doctrina en que este se fundamenta”. Ésta fue la esquizofrenia que padecieron varias generaciones de militantes de izquierdas. Pensaban que (como todavía sigue diciendo ETA al final de su comunicado), iban a “apagar definitivamente las llamas de Gernika», cuando en realidad se convertían en fieles discípulos de la aviación nazi y su bombardeo infernal. Porque el terrorismo es siempre fascismo.
No sólo hay que reconstruir la memoria de los hechos y de las personas que los sufrieron, hay que poner a la vista de todos la sustancia venenosa que engendró a este monstruo, la misma que produjo tantos otros desde los años treinta del siglo XX.
Transgrediendo el refrán podríamos decir: muerto el perro, queda la rabia. Y parte de la sociedad vasca y de cierta izquierda van estar presas de la rabia mientras no llamen a las cosas por su nombre: no fueron gudaris, actuaron como fascistas. Éste es el ineludible punto de partida al que a muchos todavía les cuesta mirar. El proceso de conciliación y reparación tiene que asumir en primer lugar esta verdad. Si no se rompen ciertas ideas, por más que pase el tiempo, por más que cambie el contexto, seguiremos asistiendo al bucle interminable de los mismos fantasmas. Sin esa ruptura nítida, no habrá autocrítica profunda ni perdón verosímil. Y entonces no será posible cerrar las heridas, aprender la lección histórica. El sufrimiento acumulado no podrá transformarse y se quedará en la cuneta de la frustración. Comienza un tiempo en el que hay que edificar la conciliación, sí, pero con la materia prima de la verdad. Y desde su tradición antifascista, la izquierda debe impulsar activamente y con voz propia este proceso.
Siguiendo a Aramburu en el capítulo mencionado, hay que seguir “escribiendo contra el crimen perpetrado con excusa política, en nombre de una patria donde un puñado de gente armada, con el vergonzoso apoyo de un sector de la sociedad, decide quién pertenece a dicha patria y quién debe abandonarla o desaparecer. Escribiendo sin odio contra el lenguaje del odio y contra la desmemoria y el olvido tramado por quienes tratan de inventarse una historia al servicio de su proyecto y sus convicciones totalitarias”.