Las dos caras de Joe Biden

«Es hora de que las grandes empresas y los ricos paguen más justo. El 55% de las grandes empresas pagó cero impuestos federales el año pasado, y lograron 40.000 millones de dólares en beneficios, mientras que muchas evadieron impuestos, y eso no está bien. Ya es hora de que las grandes corporaciones y los más ricos del país, que son un 1%, paguen su parte justa de impuestos».

Estas palabras no han salido de la boca de ningún peligroso izquierdista, ni de ningún empedernido partidario de la redistribución de riqueza, sino del actual inquilino de la Casa Blanca. Joe Biden defendía con ellas, ante las dos cámaras del Capitolio, un discurso en el que anunciaba que las mayores fortunas y las grandes empresas de EEUU tienen que ayudar pagando con sus impuestos las inversiones públicas que su gobierno se propone acometer. 

Los que ganan 400.000 dólares o más al año volverán a tributar el 39,6 %, lo mismo que tributaban en la presidencia de G.W. Bush. Con lo recaudado -1,8 billones de dólares- la administración Biden se propone financiar un Plan de Infraestructuras, con más de dos billones de inversiones, y la creación de millones de empleos. 

Otro éxito de Biden en sus primeros 100 días de gobierno es una vacunación que avanza a un envidiable buen ritmo, con 248 millones de dosis administradas y 106 millones de estadounidenses completamente inmunizados, el 32,3% de la población total. Las autoridades ya ofrecen vacunarse a todo ciudadano que lo solicite, y EEUU es el único país occidental donde la oferta de vacunas disponibles supera la demanda, y donde el único obstáculo que amenaza con ralentizar la vacunación y alcanzar la deseada inmunidad de rebaño es el escepticismo antivacunas en algunas zonas rurales.

De forma insólita y atendiendo a las reclamaciones de un centenar de países -en especial de una India asolada por la pandemia y que tiene un creciente interés para la geopolítica norteamericana- el presidente norteamericano ha decidido liberar las patentes de las vacunas contra el coronavirus para hacer universal su uso. “Esta es una crisis de salud mundial y las circunstancias extraordinarias de la pandemia de la covid-19 exigen medidas extraordinarias”, ha dicho la administración norteamericana.

Al menos en estos dos asuntos, Joe Biden nos muestra su cara buena, su talante diametralmente opuesto al de su predecesor, Donald Trump.

Pero no hay cielo sin infierno. Para que Biden pueda ofrecer este rostro progresista a los estadounidenses, la Casa Blanca y la superpotencia norteamericana tiene que mostrar su verdadero y tenebroso lado al resto del planeta. 

Un enorme y costoso músculo militar

EEUU es la única superpotencia, y lo es fundamentalmente gracias a un colosal y costosísimo aparato de dominio político-militar que mantiene fuerzas en los cinco continentes. Un brazo bélico que requiere de una inversión astronómica y creciente. A pesar del impacto y las dificultades derivadas de la pandemia, EEUU consolidó aún más su liderazgo militar mundial con un gasto de 778.000 millones de dólares, un 4,4% más que en 2019. Esto representa un 39% del gasto militar global.

Sin embargo, éste es solo el gasto bélico oficial y reconocido. Ocultos y solapados en diversos apartados presupuestarios -inversión en I+D+i que ocultan investigaciones militares, parte del presupuesto de la NASA, parte del presupuesto de inteligencia, etc…- hay partidas que sirven para mantener y desarrollar el poder militar de EEUU. En realidad, la superpotencia destina en torno a un billón (un millón de millones) de dólares al año para su aparato militar.

Mantener una inalcanzable ventaja, respecto a sus rivales y enemigos, en el decisivo terreno militar es una condición sine qua non para que EEUU conserve su posición de superpotencia y salvaguarde su orden mundial. Pero es al mismo tiempo el origen de una contradicción insalvable para Washington: el peso relativo de EEUU en la economía global es cada vez menor, pero los recursos que necesita para mantener el ingente aparato político-militar que garantiza su hegemonía son cada vez mayores. 

¿De dónde sale el dinero?

Este escandaloso y creciente gasto militar -que equivale al 90% de todos los impuestos que pagan las familias norteamericanas en un año- no sale de los contribuyentes de EEUU, ni mucho menos de subir los impuestos a las grandes fortunas o a las megacorporaciones norteamericanas. Proviene de un cada vez más intenso saqueo, de una cada vez más brutal explotación, de los países que EEUU tiene bajo su órbita. La sangre para nutrir su músculo militar viene de países como España, de los recursos que deberían ir a usted o a su familia, a su ciudad o su región, a su sanidad o a su educación.

Así lo afirmaba a De Verdad Paul Craig Roberts, ni más ni menos que ex subsecretario del Tesoro en la administración Reagan. «EEUU impone impuestos a todo el mundo (…) Si Washington pierde dinero, se dedican a “recolectarlo” del resto del mundo. Se puede decir que están recaudando el impuesto de guerra».

La cara oculta y feroz del emperador

Recaudar, del conjunto del planeta, los impuestos de guerra que financian el costosísimo aparato de dominio político-militar… para tratar de revitalizar la economía norteamericana y mantener el primer puesto de la economía mundial frente a la pujanza de su gran rival geopolítico, China. Esta es la otra cara de Biden.

Fue la administración Obama, de la que Joe Biden era vicepresidente, la que impuso en la cumbre de la OTAN de Gales, en 2014, la obligatoriedad a todos los miembros de la Alianza de incrementar su gasto militar hasta el 2% de su PIB. Una orden que Washington ha ido remarcando y exigiendo, en un tono cada vez más marcial (e incluso en el caso de Trump, de forma cuartelaria) a países como España. Una exigencia que Biden, con sus formas educadas, ha dicho a la OTAN que hay que cumplir sí o sí.

Dar cumplimiento a esta imposición norteamericana significa que España ha de pasar a duplicar su gasto militar hasta alcanzar más o menos los 20.000 millones de euros de inversión bélica anual. Esto cuadruplica lo destinado a educación en los PGE de 2021 (4.893 millones) y casi triplica lo destinado a Sanidad en un momento de pandemia (7.330 millones). 

Un gasto militar que además se destina, principalmente, a dos cosas. Una, a comprar equipamiento militar -armamento, naves, material- en su inmensa mayoría made in USA, que sirve para engrosar la cuenta de beneficios de las grandes corporaciones del complejo militar-industrial norteamericano. Y dos, a financiar las operaciones militares en los frentes de batalla que EEUU designa para sus vasallos de la OTAN: frontera con Rusia, Oriente Medio, Sahel y Norte de África. Países como España dedican recursos, soldados y vidas a mantener la hegemonía de la superpotencia norteamericana. Los «impuestos de guerra» se pagan con euros, con tropas y con sangre.

Esta es la cara feroz, y más oculta, no sólo de Joe Biden -el nuevo presidente al que todos los medios se empeñan en presentar como beatífico emperador- sino de cualquiera que ocupe el puesto de mando de la superpotencia norteamericana, la principal fuente de explotación y opresión del planeta.