En unas elecciones marcadas por un clima de desafección política y por una altísima abstención -la participación no ha alcanzado el 64%, nueve puntos menos que en 2018- la coalición formada por los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni (ultraderecha), Forza Italia de Silvio Berlusconi (derecha populista) y la Liga de Matteo Salvini (extrema derecha) ha ganado los comicios con el 43% de los sufragios emitidos. La cabeza de la coalición, la ultra Giorgia Meloni -líder de una fuerza heredera del fascismo mussoliniano, y que comparte mítines con Vox- es la llamada a liderar el gobierno.
El gobierno de Italia gira a la derecha, a la extrema derecha. Se cumple casi sin variaciones lo vaticinado en las encuestas desde hace meses, tras la crisis política que desencadenó la dimisión de Mario Draghi.
Pongamos encima de la mesa los datos.
Más de 46 millones de italianos estaban llamados a las urnas, pero sólo 28 millones han ido a votar. Se trata de la abstención más alta desde que en Italia el voto dejó de ser obligatorio.
La fuerza más votada ha sido indudablemente la formación (pos)fascista Fratelli d’Italia, encabezada por Giorgia Meloni (26% de los votos), al frente de una coalición junto a Forza Italia de Silvio Berlusconi (derecha populista, 8% de los votos) y la también ultraderechista Liga de Matteo Salvini (8,8% de los votos).
Juntos, la ultraderecha con la derecha, suman algo más del 43% de los votos, y aunque sólo representan al 26% del censo, la altísima abstención y una ley electoral italiana que prima a las grandes coaliciones, consiguen el 60% de los escaños en ambas cámaras.
Los Hermanos de Italia de Meloni ganan sin paliativos las elecciones, multiplican por seis los resultados porcentuales obtenidos en 2018, pasando del 4,3% al 26%. Pero si miramos los resultados absolutos el avance -con ser innegable- pierde bastante lustre (ver tabla).
Giorgia Meloni ha ganado 5,8 millones de votos, pero prácticamente se los roba todos a Matteo Salvini, cuyo espacio electoral se jibariza tanto (pierde el 67% de sus votos) que muchos anuncian una inminente crisis en la Liga y a Berlusconi. Pese a que vuelve al poder, el corrupto ‘Cavaliere’, que ha sido tres veces primer ministro, cosecha los peores resultados de la coalición, perdiendo 2,3 millones de votos, el 51% de sus apoyos.
De conjunto, la coalición de extrema derecha, que gana el gobierno y las dos cámaras parlamentarias, apenas gana algo más de 318.000 votos con respecto a 2018.
A mucha distancia (26,38% de los votos) queda la Coalición de Centroizquierda liderada por el socialdemócrata Partido Democrático de Enrico Letta. El tercer lugar es para el Movimiento 5 Estrellas (16% en el la Cámara de Diputados y 14,3% en el Senado) de Giuseppe Conte, que aunque retrocede evita un desplome, logrando cierta recuperación de voto en el sur de Italia. El cuarto puesto es para el llamado Tercer Polo, una coalición de pequeños partidos de centro liberales que lidera el ex primer ministro Matteo Renzi, y que saca el 7,8% en ambas cámaras.
Aunque sólo representan al 26% del censo, gracias ala altísima abstención y una ley electoral italiana que prima a las grandes coaliciones, la ultraderecha consigue el 60% de los escaños en ambas cámaras.
¿Una Italia de ultraderecha?
Este resultado ha desencadenado un seísmo político de primera magnitud, y cuya cadena de consecuencias aún están por verse. Es la primera vez que en un país fundador de la Unión, en la tercera potencia económica europea, en un miembro del G7 y en uno de los pilares de la OTAN, gana las elecciones una coalición de ultraderecha donde -a pesar de los juramentos de fidelidad atlantista que ha proferido Meloni durante la campaña- hay líderes con fuertes lazos no sólo con Trump o la alt-right norteamericana, sino con la Rusia de Vladimir Putin.
El partido más votado y que encabeza la coalición son los Fratelli d’Italia, herederos Movimiento Social Italiano, una organización fundada en los años cuarenta por oficiales amnistiados de la República de Salò, el «régimen de Vichy» italiano que fue el último reducto del fascismo transalpino. Secundados por la Lega del ex ministro del interior, Matteo Salvini, cuyas diatribas racistas y xenófobas llegaron a cerrar los puertos italianos a los barcos humanitarios que rescataban migrantes de morir en el Mediterráneo. La terna la completa exprimer ministro Silvio Berlusconi, protagonista de un sinfín de turbios escándalos, tanto sexuales como de corrupción.
¿Es que Italia se ha vuelto fascista? ¿Es que la mayoría social italiana se ha intoxicado con esa ultrareaccionaria ponzoña ideológica y política? No, no es así.
Es una abstención récord, producto de un clima de hastío y decepción de los italianos -ante la rápida degradación de sus condiciones de vida (8,4% de inflación) y ante un panorama político endemoniadamente inestable, donde los gobiernos se forman y se rompen sin cumplir los dos años- la que les ha allanado a Meloni, a Salvini y a Berlusconi el camino hacia el Palazzo Chigi.
¿Es que Italia se ha vuelto fascista? ¿Es que la mayoría social italiana se ha intoxicado con esa ultrareaccionaria ponzoña ideológica y política? No, no es así.
Incluso descontando los votos a Berlusconi y considerando sólo los 9,7 millones de votos de los Fratelli y la Liga, ni siquiera es correcto asignar la categoría de «fascista» o de «ultraderechista» a todos esos votantes. Como afirma Enric Juliana «es otra cosa. Están hartos, están decepcionados, siguen buscando algo ‘nuevo’, y el partido de Giorgia Meloni, el partido de los sospechosos de complicidad con el fascismo, el partido de los malos de la clase, es el único que no estaba en el gobierno de concentración nacional de Mario Draghi cuando este naufragó en julio».
Basta con repasar lo que los italianos han tenido que soportar en los últimos años para comprender el porqué del cansancio, la desilusión y la desmovilización de amplios sectores.
En 2013 irrumpió con mucha fuerza en Italia una formación rupturista y anti-austeridad, el Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo, con planteamientos netamente izquierdistas y enfrentados a la entonces troika. Prometían acabar con los recortes sociales, subir salarios y pensiones, cuestionar los privilegios del establishment político y de los más ricos, y plantarle cara a los dictados de Bruselas. En las generales de 2018, los grillinos de Luigi di Maio consiguieron ser la fuerza más votada, con 10,7 millones de votos.
¿Qué hizo entonces el M5E? Tras tres meses de negociaciones, formó una coalición de gobierno… con la ultraderecha de Matteo Salvini, dándole además la cartera de Interior. Ambas fuerzas gobernaron Italia en un ejecutivo liderado por el independiente Giuseppe Conte, ligado al Movimiento 5 Estrellas, como primer ministro.
No mucho después (agosto de 2019), esta coalición terminó con la renuncia de Conte, después de que la Liga retirara su apoyo al gobierno. Se formó una nueva coalición con el centroizquierdista Partido Democrático, que tampoco duró mucho.
Entonces, sin ningún respaldo de las urnas, el presidente de la República Sergio Mattarella encargó al banquero Mario Draghi -una de las cabezas de la troika, expresidente del Banco Central Europeo, ex ejecutivo de Goldman Sachs e íntimamente ligado a los centros de poder de Wall Street- formar gobierno. Un ejecutivo que duró año y medio, hasta que en una maniobra a tres bandas (Movimiento 5 Estrellas, Berlusconi y Salvini) una nueva conjura de los boyardos hizo caer a Draghi.
Basta con repasar lo que los italianos han tenido que soportar en los últimos años para comprender el porqué del cansancio, la desilusión y la desmovilización de amplios sectores, especialmente la izquierda.
¿Como no va a agotar esta interminable sarta de maniobras, de alianzas que se forman y se rompen, de gobiernos que duran menos que un curso, a amplios sectores del pueblo italiano? ¿Cómo este panorama no va a desmovilizar a los votantes, especialmente a una izquierda que aspira a cambios reales y profundos? ¿Qué ánimo tendrían los votantes progresistas en España si los líderes de Podemos se hubieran avenido a gobernar con Vox, poniendo a Santiago Abascal al frente de la policía?
Sí, una parte de los votantes tradicionales de la izquierda se han dejado seducir por los demagógicos cantos de sirena de la ultraderecha. Pero ha sido la desafección, el enfado monumental de amplias capas de la ciudadanía italiana con el panorama político y social, y especialmente la desmovilización del electorado de la izquierda -más potente cuanto más bajamos al sur, a las regiones más pobres, donde la abstención ha rozado el 50%- la que ha permitido a la coalición de la ultraderecha obtener una mayoría de escaños en ambas cámaras con el 20% del apoyo real en las urnas.
Preocupación en Bruselas, Berlín y París
Por más que de la coalición ganadora forme parte Berlusconi -que se ha presentado durante las últimas semanas como garante del “europeísmo” del futuro gobierno italiano- es obvio que la presencia de Meloni y Salvini garantiza fricciones, cuando no choques frontales, con los centros de poder europeos, y especialmente con las dos grandes potencias de la UE: Alemania y Francia.
La inquietud en Bruselas es tan palpable que la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ya envió un «recado» al próximo gobierno de Roma. “Mi planteamiento es que trabajaremos juntos con cualquier Gobierno democrático que esté dispuesto a trabajar con nosotros. Si las cosas se ponen en una dirección difícil, como en Hungría y Polonia, tenemos herramientas”.
Un aviso a navegantes respaldado por un hecho mucho más significativo. Una semana antes de las elecciones, Bruselas anunciaba duras medidas contra la Hungría de Orbán, incluido el no transferirle los fondos europeos que le corresponden, por no respetar aspectos esenciales de las normas europeas, tales como la independencia judicial, la inmigración o los ataques a la libertad de expresión y el control de la prensa. Tanto Orbán como el gobierno polaco de Mateusz Morawiecki son los claros referentes tanto de Giorgia Meloni como de Salvini.
Las «herramientas» a las que alude von der Leyen hacen referencia a los serios problemas que podría tener Italia para acceder a los 200.000 millones de euros que le corresponden de los Fondos Next Generation si el gobierno Meloni cruza determinadas líneas rojas. Unos fondos no sólo necesarios para aliviar las crecientes dificultades que enfrenta una economía en crisis, sino que la oligarquía financiera italiana ansía por encima de todo. ¿Cómo reaccionarán instituciones como el presidente de la República y la Corte Constitucional -íntimamente ligadas a los nódulos de la clase dominante italiana- si los enfrentamientos entre Meloni y Bruselas llegan al choque de trenes y ponen en peligro los Fondos Europeos?
Es obvio que la presencia de Meloni y Salvini garantiza fricciones, cuando no choques frontales, con los centros de poder europeos, y especialmente con las dos grandes potencias de la UE: Alemania y Francia.
Inquietud en Washington ¿o no?
A lo largo de toda la campaña -tratándose de ganar el favor de la embajada norteamericana y de los centros de poder oligárquicos, y desmarcándose, sin decirlo, de sus compañeros de coalición- Meloni ha defendido de forma insistente la «adhesión de Italia a los valores atlantistas». Pero, tal y como pasa con Vox, su lealtad a Washington pasa por sus vínculos con la alt-right norteamericana y los círculos más reaccionarios del establishment de EEUU, hoy nucleados en torno al trumpismo.
Los Hermanos de Italia también participaron en la cumbre ‘ultra’ europea que Vox organizó en Madrid el pasado mes de febrero, acuden regularmente a las reuniones de la Conservative Political Action Conference (CPAC), uno de los círculos más ultra reaccionarios del Partido Republicano y de la oligarquía norteamericana, y estuvieron adscritos en su momento a The Movement, una suerte de «internacional de la extrema derecha» promovida por el que fuera principal asesor de Trump y referente de la alt-right norteamericana, Steve Bannon.
Como la Liga de Salvini, los Fratelli han coqueteado con el Kremlin, con sus postulados ideológicos y con sus rublos. Pero, como el gobierno polaco de Morawiecki, no tienen dudas al apostar a la carta segura en su alineación atlantista. Sin embargo, esto no está tan claro en sus compañeros de gobierno.
Matteo Salvini lleva años cultivando una promiscua relación con Putin. No sólo ha tildado numerosas veces al presidente ruso como uno de los “mejores líderes mundiales” o ha viajado a Moscú para fotografiarse en la Plaza Roja con la efigie del zar Vladimir en la camiseta, sino que su partido ha sido investigado por una presunta financiación ilegal a cuenta de una operación con gas ruso, y se opone sistemáticamente a las sanciones que la UE impone a Rusia por la invasión de Ucrania.
El vínculo de Berlusconi con el Kremlin es menos evidente, pero más jesuítico. Como integrante del Partido Popular Europeo, Forza Italia ha aprobado en la Eurocámara las sanciones a Moscú, pero se ha hecho viral la reciente entrevista en la que el octogenario Berlusconi decía sin filtros lo que pensaba de su amigo personal, Vladimir Putin, con quien ha compartido negocios y vacaciones. «La operación militar especial de Putin», dijo ante un atónito presentador, «solo quería colocar en Kiev un gobierno de personas decentes”.
¿Pueden contemplar tranquilamente los centros de poder del hegemonismo norteamericano como el gobierno de Italia cae en manos de una extrema derecha que tiene vínculos con el Kremlin, en un momento de máxima tensión entre Washington y Moscú por la guerra de Ucrania?
Es lógico pensar una respuesta negativa a esta pregunta. Pero llegan señales de que dos y dos no son cuatro.
Por ejemplo, tenemos los titulares del Wall Street Journal -portavoz mediático del gran capital financiero norteamericano- diciendo que «La favorita en las elecciones de Italia se despoja de su imagen de extrema derecha y corteja a Occidente. Giorgia Meloni se ha distanciado de la nostalgia por Mussolini y ha hecho campaña como una conservadora a la que los aliados de Italia no deben temer». Un «atado y bien atado» que también afirmaba The Economist en un artículo titulado «¿Cuánto miedo debería tener Europa a Giorgia Meloni?», en la que se dice que «el próximo gobierno de Italia estará limitado por la política, los mercados y el dinero»
¿Pueden contemplar tranquilamente los centros de poder del hegemonismo norteamericano como el gobierno de Italia cae en manos de una extrema derecha que tiene vínculos con el Kremlin, en un momento de máxima tensión entre Washington y Moscú por la guerra de Ucrania?
También llama la atención que Mario Draghi -que trabajó para Goldman Sachs y que hace pocos días recibía un premio en Nueva York por la fundación que preside Henry Kissinger- haya guardado un escrupuloso silencio durante toda la campaña electoral, incluso ante un Berlusconi y un Salvini que fueron traidores clave en su caída. Incluso cuentan que el banquero tiene una buena relación con la líder de los Fratelli.
Quizá ese silencio y esa inacción por parte de los centros de poder hegemonistas, ante el auge de un gobierno ultra en Italia, sea simplemente el preludio de una nueva tormenta que haga durar muy poco los días del gobierno Meloni-Salvini-Berlusconi. O quizá forman parte de una estrategia en la que Italia, sin dejar de estar encuadrada en la OTAN y en las directrices de la geopolítica norteamericana, se convierta en un nuevo factor para zarandear la ya convulsa política europea, creando el desorden necesario para que los tiburones financieros de Wall Street puedan pescar en rio revuelto.