Cuba

La semilla del latinoamericanismo revolucionario

Todos los revolucionarios de América Latina están en deuda con Cuba. Sin el triunfo de los barbudos en 1959, sin la heroica resistencia -durante 6 décadas- de la pequeña nación caribeña a la injerencia y la agresión de la superpotencia más poderosa del planeta, la lucha de los pueblos y naciones latinoamericanas por su independencia y progreso frente al hegemonismo no serí­a tal y como la conocemos. Esta es la herencia cubana en la emancipación de su ‘patria grande’.

En 1959, una pequeña isla de apenas 11 millones de habitantes conquistó su independencia, haciendo una revolución en las mismas barbas de la poderosa potencia que la había mantenido bajo la bota de un régimen semicolonial desde 1898. El triunfo de la revolución cubana, y su pervivencia a lo largo de medio siglo frente a todos los intentos del poder hegemonista por estrangularla y derribarla, es sin lugar a dudas uno de los acontecimientos de mayor trascendencia histórica del siglo XX, y su impacto en Hispanoamérica es hondo y sísmico.

Cuba envió, fuerte y clara, una señal a todo el orbe, pero sobretodo al mundo hispano: hermanos, David puede derrotar a Goliath, la organización y la indoblegable voluntad antiimperialista puede hacer que -contra toda lógica geográfica o “histórica”- los pueblos derroten al Imperio. La patria grande -dolida ya a esas alturas de un siglo de imperialismo yanqui; de incursiones e invasiones militares en Centroamérica; del asesoramiento represivo de tiranías como la dominicana o la guatemalteca; de la dependencia estructural, de la humillante apropiación de los recursos naturales por parte de la United Fruit Company de turno- escuchó el grito de su hija caribeña y gritó envalentonada: ¡Cuba sí, yanquis no!.

La revolución cubana había cogido el grito de “Patria o Muerte: ¡Libertad!” como bandera, removiendo las ansias de soberanía, progreso y libertad de la inmensa mayoría de las masas latinoamericanas. Reclamando la herencia de José Martí, el Movimiento 26 de Julio toma “el sentimiento patrio, el orgullo y cariño por la tierra de origen, a la par que resistencia y lucha contra quienes quieren destruir la identidad nacional, contra quienes la oprimen y avasallan” y le da un sentido inconfundiblemente antiimperialista. Una orientación -patriótica y revolucionaria- que tomarán como propias -adaptándolas a cada realidad nacional- todas las luchas por el progreso y la soberanía de América Latina desde ese momento.

El triunfo de la revolución en Cuba motivó el surgimiento en la década de los 60 de movimientos guerrilleros a lo largo y ancho de todo el continente, convencidos de la posibilidad de repetir en sus propios países la hazaña de los barbudos. Más allá de las escasas posibilidades reales de éxito del «foquismo» en ese momento, estos revolucionarios -encabezados por el propio Che Guevara y su consigna de «crear dos, tres, muchos Vietnam»- se atrevieron a desafiar las directrices de Moscú y de los partidos prosoviéticos, que imponían la orientación de la «coexistencia pacífica» y la contemporización con el imperialismo norteamericano. El foquismo no pudo triunfar, pero su semilla de revolución -y de independencia frente a cualquier polo de poder mundial- arraigó en todo el mundo hispano. 

Cuba respaldó al gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende en Chile, hasta que fue criminalmente abatido en 1973 por un Pinochet a las órdenes de Nixon y Kissinger. Pocos años más tarde, en los 80, las revoluciones nicaragüene y salvadoreña recibieron de La Habana asistencia política, logística y sanitaria.

Caída felizmente la superpotencia socialimperialista soviética, en cuya órbita se había colocado la isla, Cuba entró en el siglo XXI como el único país independiente de EEUU de toda América Latina. Pareció estar condenada a ser abatida, pero una vez más resistió, fruto del grado de autonomía que había mantenido con Moscú, y sobretodo de que su revolución era obra de ella misma y de su pueblo. 

Y cuando parecía que EEUU, convertida en única superpotencia, tenía por delante un placentero y monolítico dominio… en su patio trasero comenzaron a brotar los frutos de la revolución, inseminados décadas atrás. A la Venezuela de Chávez, se unió pronto la Argentina de los Kirchner, el Brasil de Lula, la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Correa… En pocos años, un auténtico frente antihegemonista latinoamericano, una sólida alianza de gobiernos progresistas, con la redistribución de la riqueza y la defensa de la soberanía nacional por bandera, se había levantado. 

Unos gobiernos progresistas que recibieron apoyo de Cuba, y que a su vez, pasaron a ayudar a la isla, agobiada por décadas de bloqueo. Venezuela les suministró petróleo, y a cambio de Cuba salieron miles de médicos que montaron un sistema sanitario popular en los barrios más humildes de Caracas. Un Brasil libre de los dictados del FMI y convertido en una potencia económica emergente firmó varios tratados de inversiones con La Habana. De pronto, Cuba estaba rodeada de países amigos, de organizaciones regionales como ALBA o Unasur en los que apoyarse mutuamente. 

Un frente antihegemonista hispano que -como se pudo ver en el funeral de Fidel Castro- reconoce explícitamente el papel decano de la revolución cubana en la forja del latinoamericanismo revolucionario del s.XXI.