Trump 2.0, año uno. Balance contradictorio del primer año de esta nueva versión del trumpismo, mucho más agresiva, peligrosa, disruptiva y reaccionaria de lo que fue su primera presidencia. Desde hace doce meses, Donald Trump está desplegando una auténtica Dictadura Hegemonista Mundial, tanto en el plano internacional como en el interno.
Llamarla así no es una licencia agitativa, ni una hipérbole. Lo que trata de implantar Trump es una dictadura, poniendo encima de la mesa todos los elementos de fuerza, todos los instrumentos de poder de Washington, para imponer al planeta los intereses de una superpotencia en su ocaso imperial. Para volver a hacer «América Grande de Nuevo». Por tanto, detrás de tanta agresividad no hay fortaleza, sino debilidad. Porque lo que avanza en el mundo es la lucha de los países y pueblos, mientas que EEUU tiene cada vez más problemas para gobernar los asuntos mundiales.
No es la dictadura de un autócrata, de un Nerón o de un Calígula, sólo rodeado de una corte de aduladores y palmeros. La política de Trump es la alternativa de la fracción hegemónica de la burguesía norteamericana. Está respaldada por los grandes buques insignias de Wall Street, por los principales monopolios de la industria energética y extractiva, y desde luego por el grueso del poderoso complejo militar-industrial, desde los gigantes armamentísticos hasta las grandes corporaciones de Silicon Valley.
Es una dictadura porque ante la la agudización del ocaso imperial, provocado por la lucha de los países y pueblos del mundo y especialmente por la emergencia de China y los BRICS, la linea Trump ha dado un golpe encima de la mesa, enterrando la linea de «hegemonía consensuada» de las administraciones de Clinton, Obama o Biden. Los viejos medios de la superpotencia para imponer su hegemonía, basados en una calibrada combinación de «poder blando» y «poder duro» ya no bastan. El grado al que ha llegado la decadencia de EEUU obliga a ponerse duro, a sacar los dientes y el garrote, a tomar medidas mucho más extremas, agresivas y disruptivas.
La línea Trump ha decidido hacer saltar por los aires la legalidad internacional en todos los ámbitos, mostrando de forma abierta que no hay más ley que la de la fuerza y los dictados de la superpotencia. Anunciando la demolición de la ONU y de sus instituciones, a las que considera «globalistas» y colonizadas por la creciente influencia de los BRICS y del Tercer Mundo.
En el plano internacional dando alas a Netanyahu para cometer atrocidades en Gaza, pero también en Cisjordania. Negociando una infame componenda imperialista con Rusia, forzando a Ucrania a capitular ante su invasor. Recrudeciendo el intervencionismo sobre América Latina y amenazando con quedarse por la fuerza con Groenlandia o el Canal de Panamá. Tratando a los europeos como vasallos, obligándoles a destinar el 5% de su PIB en gastos militares para mayor gloria de los beneficios del complejo militar industrial. Usando los aranceles a modo de garrote, ha declarado una guerra comercial a todos los países, para imponer que el conjunto del planeta entregue a EEUU 300.000 millones de dólares al año en «tributos imperiales».
Pero en el plano interno, en el de EEUU, esa dictadura también está avanzando. Porque al Imperio también le sobra la democracia.
Trump ha dado rienda suelta a las cacerías contra los migrantes. Lanzando contra millones de trabajadores una auténtica «Gestapo» migratoria -la temida ICE- que busca y persigue a la gente (incluídos niños) en sus trabajos, en sus casas, en las calles, en las escuelas, hospitales, iglesias, grandes almacenes.
Con este reinado del terror, digno del Ku Klux Klan, no buscan expulsar a los once millones de indocumentados, sin cuya mano de obra barata se hundiría la agricultura, las manufacturas, la construcción, y con ella la economía de EEUU. Busca detener y expulsar a cientos de miles para aterrorizar a millones, para crear una «sub-clase obrera» clandestina a la que poder explotar en condiciones de semiesclavitud. Se oprime para explotar.
Trump ha atacado duramente los derechos civiles y las libertades en EEUU. Haciendo que los derechos reproductivos de las mujeres retrocedan décadas. Desplegando -con la excusa del combate a la delincuencia- al ejército en las ciudades donde gobiernan los demócratas. Persiguiendo la libertad de prensa, especialmente a la que le cuestiona o se atreve a señalar que es un delincuente condenado, con numerosos casos de corrupción y cuyo enriquecimiento personal no para de aumentar gracias a su «capitalismo presidencial».
Pero a este despliegue, a esta dictadura de Trump, le ha salido un poderoso oponente. Y no es el Partido Demócrata y los sectores de la clase dominante opuestos a su presidencia.
Se trata del pueblo norteamericano. De una sociedad civil organizada y llena de vida y rebeldía.
En Nueva York, la ciudad más grande y populosa de EEUU, el símbolo del capitalismo financiero y depredador que vio nacer al propio Donald Trump, acaba de ganar las elecciones a la alcaldía Zohran Mamdani, un candidato autodenominado «socialista», que además de ser musulmán y migrante, defiende medidas como subir impuestos a los ricos para financiar políticas sociales, que es un encendido detractor de las políticas xenófobas de Trump o del genocidio en Gaza. Pero lo que más importa es que detrás de su victoria hay todo un vasto movimiento popular: 100.000 voluntarios haciendo campaña, tocando el timbre de 3 millones de puertas.
Y apenas pasan unas semanas del gigantesco despliegue que supuso el «No Kings Day», donde simultáneamente, en 2.700 ciudades y pueblos de todo EEUU -desde las grandes metrópolis a las «Small Town»- siete millones de manifestantes salieron a las calles para clamar contra Trump y sus ultrareaccionarias y antidemocráticas políticas.
En cada país se enfrentan dos países. Hay un EEUU que es un Imperio, un rascacielos depredador que lanza bombas sobre Gaza, sobre Hiroshima o sobre Vietnam.
Hay otros Estados Unidos, el de los que «saben que van al cieno de números y leyes / a los juegos sin arte, a sudores sin fruto». Los EEUU de Rosa Parks, de Martin Luther King, de la Brigada Lincoln, de Stonewall, de Woody Guthrie y su guitarra («This Machine Kills Fascists»), de las movilizaciones masivas del Black Lives Matter o contra el genocidio en Gaza.
Es ese segundo EEUU, el que sufre para pagar la renta, el que no quiere vivir en un Imperio de guerra y hegemonía, el que exige que la riqueza del país más rico del mundo sirva para resolver su insoportable abismo de desigualdad, el que quiere de verdad democracia y libertad, el que enarbola el «We The People», el que acabará -junto con el resto de países y pueblos del mundo- con la Dictadura Hegemonista Mundial de Trump.
