La percepción de la ciudadanía sobre la situación económica patria está siguiendo un camino diametralmente opuesto al discurso gubernamental y mediático. Tal como ha confirmado la última encuesta del CIS, la preocupación de los ciudadanos por el paro y la corrupción volvió a incrementarse en nuestra querida España. Obviamente es la gente quien en su devenir cotidiano está cargada de razón. El crecimiento que está experimentando nuestra economía es artificial, vulnerable, basado de nuevo en deuda y burbujas, todas ellas sustentadas y cebadas “externamente” por los otrora guardianes de la estabilidad financiera, los bancos centrales.
Las profundas desigualdades, el aumento de la pobreza, la concentración del poder económico en oligopolios, el descenso del crecimiento potencial de nuestra economía, el problema demográfico, la nula empleabilidad de cientos de miles de trabajadores, y una deuda –privada, pública y externa– impagable, son la herencia que van a dejar, que ya han dejado, a nuestros hijos los otrora partidos dominantes del tablero político patrio.
De nuevo deuda y burbujas
La situación económica española, lejos de ser boyante, está llena de sombras que la hacen muy vulnerable. Tras una caída agregada oficial del PIB del 7,5%, desde el inicio de la actual crisis sistémica, que en sucesivas revisiones se deberá aproximar a un descenso del 10%, estaríamos ante un efecto de compensación parcial de semejante fosa tectónica. Son el consumo privado y la construcción quienes tiran del PIB hispano, gracias a un incremento de la deuda que también mantiene los beneficios empresariales. Por contra, la inversión en bienes de equipo sobre PIB continúa cerca de mínimos, lo mismo que la participación de los salarios en la renta nacional, o la tasa de participación en el mercado laboral.
Solo el impulso monetario, vía tipo de interés cero, está sosteniendo artificialmente la economía, la bolsa y los mercados de activos. Pero el riesgo de un colapso está cada día más cerca. La sombra de otra burbuja se cierne sobre la economía global y la nuestra. Las consecuencias en nuestro mercado laboral son directas: precariedad –35% contratos del mes de marzo no llegan al mes de duración–, parcialidad, salarios miserables, falta, en definitiva de expectativas de una vida digna. El disponer de un trabajo ya no permite salir de la pobreza a miles de familias. Y es todo esto lo que recoge el último CIS.
Este fenómeno, sin embargo, no es específico de España. En la mayoría de los países de nuestro entorno está ocurriendo exactamente lo mismo –véase por ejemplo los datos económicos de los Estados Unidos–. Y es aquí donde hay que conectar la realidad económica con el devenir político. La democracia está sufriendo atraques despiadados. El poder corporativo se despojó finalmente de su identificación como fenómeno puramente económico y se transformó en una coparticipación globalizadora con el Estado. Mientras que las corporaciones se volvían más políticas, el Estado se orientaba cada vez más hacia el mercado. Resultado, la lenta extinción de la democracia.
La lenta extinción de la democracia
Un estudio reciente llevado a cabo por los investigadores Martin Gilens, de la Universidad de Priceton, y Benjamin Page, de la Universidad de Northwestern, pone de manifiesto cómo funciona esta dinámica. Utilizando datos de más de 1.800 iniciativas de política para el período 1981-2002, los investigadores Gilens y Page concluyeron que son los individuos ricos, aquellos bien conectados en la escena política, quienes dirigen el rumbo del país, independientemente de, o incluso en contra, de la voluntad de la mayoría de los votantes.
Las prioridades de los estadounidenses corrientes parecen tener un impacto minúsculo, casi nulo y estadísticamente no significativo, en las políticas públicas. Los investigadores afirman que los legisladores norteamericanos responden a las demandas políticas de los individuos ricos y a los intereses de empresarios adinerados, los que tienen más poder de presión y los bolsillos más boyantes para financiar sus campañas electorales. En definitiva, el sistema político de los Estados Unidos se ha transformado desde una democracia hacia una oligarquía, donde el poder lo ejercen las elites adineradas.
Esta situación es perfectamente extrapolable a nuestro país. Nuestra democracia es todavía mucho más frágil que la estadounidense. Los privilegios, el intercambio de favores, la corrupción, y las barreras a la participación de elementos “exógenos” a las élites, configuran la realidad de una democracia, la nuestra, de muy baja calidad. En todo Totalitarismo Invertido, y España lo es, tal como afirma Sheldon Wolin “se deja a los ciudadanos más pobres con una sensación de impotencia y desesperación política y, al mismo tiempo, se mantiene a las clases medias colgando entre el temor al desempleo y las expectativas de una fantástica recompensa una vez que la nueva economía se recupere”. Pero dicha recompensa no llega.
Mientras abunden aduladores, aquellos supuestos “expertos” que aún a fecha de hoy siguen sin entender qué es una crisis de deuda, y escaseen quienes se atrevan a disentir, la actual crisis sistémica continuará y se extenderá más allá de lo necesario. Si con ello además se mantiene el statu quo de la “superclase”, mejor.