La Historia en general y la de España en particular gusta de cubrir con un estúpido velo asaz de páginas y personajes sobre los que los académicos y eruditos (a los que los sátrapas llamamos vulgares) pasan como quien va pisando güevos (sic, Quijote 2, cap. L). Tal es el caso de este cándido Príncipe de Asturias del siglo XVI cuya andanzas políticas y desgraciada vida amorosa fue aprovechada por mendaces libelistas alemanes e italianos para desacreditar la memoria de su padre, el llamado Rey prudente.
Don Carlos de Austria y Portugal (1545-1568) comenzó a pasarlas canutas y ser el canastillo de las obleas desde que vio las primeras luces en este valle de lágrimas. Fruto del matrimonio de Felipe II y María Manuela de Portugal, primos por doble vínculo, nació feo, feo, y con estampa contrahecha: un hombro más alto que el otro, una pierna más corta que su pareja además de ser giboso de pecho. Asimismo era tísico, atacado por fiebres cuartanas y mil perrerías más que lo dejaban baldado. Cuando comenzó a chapurrear sus primeras palabras sus padres y la Corte no se asombraron un ardite del nuevo mal del Príncipe de Asturias: era tartamudo. Una birria genética por la consanguinidad de sus padres, o, prácticamente una aberración, que diría uno de los deliciosos personajes de la sátrapa serie televisiva La que se abocina.
Ser cheposo, gangoso y cojitranco no es para tirar cohetes por muy heredero del Imperio Español que fuera uno, así que durante toda su corta vida Don Carlos demostró ser de desigual humor y atrabiliario carácter.
A esto hay que añadir que sólo por picar a su padre, el rey, gustaba de redimir cautivos de las mazmorras reales entalegados por conspiradores y otros motivos políticos (con toda seguridad antecesores de la actual Unificación Comunista de España y Recortes Cero), y de su bolsillo, no se sabe bien si por despistar o por ser de corazón liberal y generoso, corría de su cuenta la manutención de una legión de niños desarrapados que de ser no ser por él habrían pasado las de Caín. Esto último fue utilizado por Felipe II para aturrullar a los tramposos diplomáticos europeos representando a su hijo como un buen chaval pese a sus extravagancias.
Vida académica y sátrapa
Pesia tal (Quijote 2, LXVIII) su padre se preocupó que recibiera desde niño la más exquisita educación -el príncipe estaba llamado a sustituirle, asunto nada baladí- encomendándosela al famoso humanista Honorato Juan, obispo de Osma. Fue un despilfarro inútil (J. Cortazar, Rayuela, 21); SAR llenó su vida de extravagancias y disipaciones atribuidas más a su falta de seso que a la maldad. A los dieciséis años fue enviado a Alcalá de Henares en compañía de su primo Alejandro Farnesio y su tío Juan de Austria y el rebelde príncipe, lejos de subyugarse con el saber en las vetustas aulas, cometió mil felonías. Vino a hacer bueno el dicho de que “estudiantes y pícaros vienen a ser lo mismo” (Quevedo, El Buscón D. Pablos) .
En la medianoche del 19 de abril de 1562 Don Carlos estaba entretenido en una de aficiones, es decir, perseguir a una criada con ánimo levantar sus faldas y masajear sus nalgas. La mucama, poco convencida con las nada ponderadas razones del contrahecho heredero, salió huyendo por en una angosta escalera y Don Carlos, todo encelado y muy verraco a sus diecisiete primaveras, fue tras ella y vino en caer no de culada sino de cabeza desarreglando más si cabe su ya de por sí maltrecho entendimiento. Que se dio un testarazo de los que hacen época, vamos. De esta guisa fue encamando y al tercer día de convalecencia le sobrevino una erisipela a resultas de la cual a punto estuvo de espicharla pero los buenos oficios de Vesalio, “insigne y raro hombre en la anatomía” y médico de cámara de su padre, el rey, el concurso de un celebrado curandero de origen morisco llamado Pinterete, y, no menos importante, un tratamiento de choque consistente en acostar vecino al convaleciente la momia de un hombre santo, (“terapia de reliquias”), supuso la sanación del enfermo y la beatificación posterior de su compañero de catre, fray Diego de Alcalá. Así que Don Carlos pasó en Alcalá las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio y del poco dormir y de sus muchas parrandas se le secó el cerebro de manera que vino a perder el poco juicio que le quedaba (Quijote 1, I ).«Don Carlos gustaba de redimir cautivos de las mazmorras reales entalegados por conspiradores y otros motivos políticos»
Llamado a capítulo a la Corte por su padre, el rey, éste afeó la conducta de su heredero y le llamó al orden pero fue como quien oye llover. Los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año (Quijote, ibídem) el príncipe siguió con sus diabluras. Gustaba frecuentar sitios de mala nota y no hubo taberna, tasca o club nocturno madrileño que no cerrara pues volviose aún más antojadizo, tarambana y follonero. Esquilmó las arcas reales convidando a sus compinches, apostando ingentes cantidades en carreras de mulas o caballos –en el XVI no se habían inventado los canódromos- y, no contento con esto, se aficionó a atildarse como un San Luis con los vestidos y joyas más caros con los que se topaba en toda suerte de escaparates. Todo por hacer gasto.
A esto hay que añadir que sólo por picar a su padre, el rey, gustaba de redimir cautivos de las mazmorras reales entalegados por conspiradores y otros motivos políticos (con toda seguridad antecesores de la actual Unificación Comunista de España y Recortes Cero) y de su bolsillo, no se sabe aún bien si por despistar o por ser de corazón liberal y generoso, corría de su cuenta la manutención de una legión de niños desarrapados que de no ser por él habrían pasado las de Caín. Esto último fue utilizado por Felipe II para aturrullar a los tramposos diplomáticos europeos representando a su hijo como un buen chaval pese a sus extravagancias.
Vida amorosa de Don Carlos y otros asuntos de Estado
Algunos historiadores, literatos y músicos (de los vulgares, como ya he dicho), empero, malintencionadamente gustan de achacar su conducta desarreglada a un no sé qué asunto de desamores con una dama con la que su propio padre casó (Isabel de Valois) y con la que de antaño se tenía concertado el matrimonio con el príncipe Carlos. Tesis novelada y falaz ucronía con sólo tener en cuenta que el príncipe español tenía trece años y la princesa francesa doce cuando diplomáticos y celestinos reales concretaron la futura boda de Estado. La cuestión fue que Felipe II no contaba con Don Carlos ni para echar una manita de brisca o tabas, y, mucho menos, para discutir Estado por lo que nuestro héroe se metió a intrigante contra su desalmado padre y pensó seriamente en fugarse a Flandes para pedir allí asilo político como últimamente se ha puesto de moda, dicho esto sin retranca con lo del actual fugado en Warterloo y que tanto está dando que hablar en Catalunya y otros lugares del Reyno.
Sobre las once de la noche del 11 de enero de 1568 el rey y toda una santa compaña de corchetes, alguaciles y ministros fueron en derechura a los aposentos particulares de Don Carlos que estaba a esas horas solazándose a solas y en piyama. Felipe II, con buen tino, hizo que sus edecanes le vistieran con casco, coraza y espada, por si las moscas. No hay que ser un lince para deducir quién pego el soplo de las movidas conspiratoria de Don Juan: el tío Juan de Austria, felipista hasta las cachas. . La escenita entre padre e hijo fue de pegolete. El rey, tras aguantar el chaparrón de su retoño que se encendía cada vez más viendo a los ministros huronear en sus pertenencias con la tonta excusa de buscar papeles comprometedores, decidió dejarlo encerrado en sus habitaciones. A la mañana siguiente, noticiosa Isabel de Valois de la nochecita toledana que hubo en palacio, pidió permiso a su esposo para consolar al preso, su hijastro, pero la audiencia le fue denegada. Tras el desaire que le infligió su esposo la reina lloró amargamente delante de toda la Corte que hacía antesala; Su Majestad, al ser de origen francés, era de naturaleza sensiblera y sentimentaloide. Esta romántica estampa fue aprovechada por los cronistas rosas de la época -el cuerpo diplomático acreditado- que llegaron a la retorsión y sacaron punta a asuntos que nada tenían que ver con la realidad, el incesto. Con el tiempo, en el XVIII, en esta página negra de la monarquía española se inspiró un dramón de cinco actos que dio a la prensa el alemán Schiller (Dom Karlos, Infant von Spanien, 1787) y tiempo después el italiano Verdi se pegó el moco con una de sus óperas más conocidas (Don Carlo,1867), basada en la obra anterior y en la que tenores, barítonos y sopranos se tiran más de tres horas y media berreando los desgraciados amores de Don Carlos de Austria y Portugal con su dulce enemiga, Isabel de Valois.
A mayor abundamiento diré que nuestro rebelde héroe gustaba de hacer huelgas de hambre y acto seguido pegarse grandes tripadas, en plan protesta. La cosa fue que una aciaga noche en plena canícula castellana, a mediados de julio, los fámulos a su servicio trajéronle para cenar una sabrosísimas perdices estofadas aderezadas con perejil, nuez moscada, cardamomo, salsa agridulce, ají picante y demás chilis endiablados, además de otras mil especias traídas desde el último rincón del interminable imperio español. Don Carlos, de natural curioso en cuestiones gastronómicas y al tener una gusa de campeonato -acababa de finalizar una de sus interminables huelgas de hambre-, dio buena cuenta del condumio pese a ser una bomba para cualquier estómago. Se pasó toda la noche potando los pájaros muertos y cayó malo. Atacado por la fiebre y disentería en pocos días entregó su alma al Señor. Murió a la temprana edad de veintitrés años al poco de celebrar su cumpleaños. No se sabe si en su onomástica celebró fiesta alguna o que el día de su aniversario se lo pasó empancartado frente a palacio en una de sus últimas protestas.
Pablo Setién. Periodista e investigador de Ciencias de la Información en la Universidad del País Vasco. Miembro fundador y primer presidente del Foro Ermua