Las presidenciales de EEUU son un asunto de primera magnitud. Está en juego la línea que seguirá la superpotencia americana y la forma de responder a unos retos y unos desafíos que las dos presidencias anteriores no supieron encontrar.
En esta larga carrera electoral, de casi dos años de duración, no han faltado quienes aviesamente han acusado, sotto voce, a los todopoderosos medios de comunicación de masas en manos de los demócratas de favorecer, soterradamente, la candidatura «grotesca» de Donald Trump, con la finalidad de llegar a las elecciones con un candidato «fantoche» al que Hillary Clinton pudiera ganar con relativa facilidad, incluso de una forma aplastante.
No obstante, esta elucubración ha ido dejando paso en los últimos tiempos a otra muy diferente. La inesperada fortaleza de Trump , está empujando a muchos a recordar el viejo dicho de que «quien juega con fuego, puede acabar quemándose», y se interrogan ahora sobre si Trump podría realmente ganar.
La impopularidad de Clinton
La batalla electoral, en este momento crucial, se asienta pues -más allá de la relevancia de los propios candidatos, de su idoneidad o de su capacidad, del liderazgo que prometen y del que realmente podrían llegar a ejercer- en una división real que existe en el seno de la clase dominante de EEUU sobre el rumbo que debe tomar el país, sobre la línea a seguir en un mundo en el que la hegemonía absoluta de EEUU está cada vez más cuestionada y el país se enfrenta a problemas cada vez más agudos e, incluso, insolubles.Esta división es el factor principal que juega en la lucha electoral.
Una lucha que, a priori, aparece decantada en favor de la candidata demócrata -y expresión del continuismo político, con más o menos matices-, una Hillary Clinton, que fue la principal rival de Obama en las primarias demócratas de hace ocho años y después su Secretaria de Estado.
A priori -repito- la victoria demócrata parecía incuestionable, si no fuera porque la candidata es… Hillary Clinton. La raíz de esta paradoja es que la candidata demócrata tiene unos niveles de «impopularidad» que casi alcanzan a los del propio Donald Trump.
Esta impopularidad se asienta en lo que podríamos llamar tres grandes «desencantos».
El primer desencanto es el inducido o heredado de los 8 años de gobierno de Obama y del incumplimiento generalizado de sus compromisos electorales. Como continuadora y heredera (además de partícipe) del legado de Obama, Clinton carga también con el bagaje negativo de aquel, en especial con la desafección que la política de Obama ha creado entre amplios sectores de las bases demócratas, para las que hechos como que el presidente no cerrara la base de Guantánamo, no acabara con las guerras de Irak y Afganistán (e incluso se haya involucrado en las guerras de Siria o Libia), que haya sido incapaz de implantar la reforma sanitaria o legalizar a los inmigrantes indocumentados, es decir, que haya incumplido lo más notable de su programa, ha suscitado un distanciamiento y un rechazo que se han vuelto como un boomerang contra la figura continuista de Clinton. Ese vasto rechazo se expresó durante las primarias en el apoyo a un candidato alternativo, Bernie Sanders, un socialdemócrata que se atrevió a denunciar los incumplimientos de Obama y la complicidad de Clinton. Sanders se las tuvo tiesas en muchos caucus y llegó a ser una amenaza real para Clinton, consiguiendo un respaldo tan notable como inesperado. El apoyo formal de Sarders a Clinton en la convención demócrata no significa, sin embargo, que Hillary vara a a ser capaz de atraerse el apoyo y el voto de todos los demócratas a su candidatura. El desencanto se mostró muy profundo, y no hay que olvidar que en estas elecciones hay otros candidatos (además de Trump) hacia los que puede canalizarse el voto de los indecisos.
El segundo descontento, que explica la impopularidad de Clinton, es el provocado por el divorcio creciente entre las élites de Washington y una masa creciente de la población, tanto trabajadores como clases medias, llevadas en muchos casos a la ruina y en otros a una forma de vida cada vez más precaria. En EEUU los salarios de los trabajadores no han crecido prácticamente nada desde los años 80, ¡hace treinta años! (mientras tanto, la riqueza de los más ricos ha crecido un 150%). La industria ha perdido millones de puestos de trabajo. Cientos de miles de familias han perdido sus casas con el estallido de la burbuja inmobiliaria y han visto ecvaporarse sus ahorros por las trapacerías de Wall Street. Buena parte de la clase media ya no puede pagar los créditos para la educación universitaria de sus hijos. La sensación de que los políticos de Washington no trabajan más que para los ricos está cada vez más extendida entre la población. Y en los últimos 8 años, al frente de Washington no ha estado otro que Barack Obama y, junto a él, Hillary Clinton. El desencanto de esa masa ingente de población machacada por la crisis no ha hecho otra cosa que disparar la impopularidad de Clinton.
El tercer descontento tiene ya que ver con la figura de la propia Hillary y su propia idiosincrasia, un personaje que se ve como el clásico político profesional de Washington, corrupto y marrullero, alejado de la gente y de sus problemas, y que además resulta antipática por su arrogancia. En un país lleno de descontento, todo eso es, como se dice vulgarmente, «veneno para la taquilla».
La «popularidad» de Trump
En las antípodas de la figura de Clinton, Donald Trump se ha construido una imagen que es el reverso absoluto de aquella. Es decir, alguien que ni pertenece ni ha pertenecido nunca a los «establos» corrompidos de Washington DC, un político «antipolítico» que no está contaminado por los vicios de la clase política, que está dispuesto a escuchar a la gente, a hacerse cargo de los problemas reales de la gente, que va a buscar una solución a esos problemas, que no está manipulado ni manejado ni por Wall Street ni por otros poderes, y que además no está dispuesto a actuar conforme a las hipócritas reglas de la corrección política. En definitiva, que está dispuesto a decir lo que piensa, caiga quien caiga.
Sin duda este singular discurso ha calado entre determinados sectores de la población, en especial entre los sectores empobrecidos de las viejas clases medias blancas, cuya situación es tal que ni siquiera han reparado que tal discurso procedía de un magnate de la construcción y el juego, que tiene tanto que ver con sus dificultades como Soros con los problemas de un pequeño inversor.
El problema es que la singular franqueza que Trump prometió, lo mismo que le ha hecho popular entre unos, le ha enajenado a muchos otros, construyendo un perfil difícilmente sostenible para una carrera presidencial. Sus acusaciones de que los mexicanos con drogadictos y violadores y su proyecto de construir una muralla en la fontera mexicana; sus exabruptos contra los musulmanes (en general), su defensa incondicional de las armas, su desprecio a los negros y las mujeres, puede que tengan una cierta aceptación entre los sectores más conservadores y despechados del país, pero ni siquiera gozan del pleno respaldo de los líderes del partido republicano. De hecho ya son muchos los líderes de este partido que han anunciado que no votarán a Trump el 20 de noviembre. Incluso un sector del partido ha propuesto que el partido republicano deje de financiar al candidato Trump. «Como continuadora y heredera (además de partícipe) del legado de Obama, Clinton carga también con el bagaje negativo de aquel»
Pero otro problema aún mayor es que Trump aparece como un personaje relativamente incontrolado y poco previsible, lo que hace saltar todas las alarmas en los círculos de poder de todo orden de la superpotencia americana.
Esto lo hace muy vulnerable. Y casa nuevo error que comete, se suma al capítulo de su «incapacidad» para liderar EEUU, remachado por unos y otros como un «mantra» liquidador.
La división en la clase dominante
Desde su «victoria» en la Guerra Fría, la caída del muro de Berlín y el derrumbe de su antagonista global (la URSS), hace 25 años ya, en EEUU se ha ido desarrollando una brecha cada vez más profunda, una división cada día más acentuada en el seno de sus élites acerca del camino a seguir para mantener a Estados Unidos como la única superpotencia indiscutida, la primera economía mundial y el gendarme militar del planeta. Esta división (y la controntación de líneas a que ha dado pie) ha pasado por varias fases hasta llegar a momentos de enconamiento muy agudos, incluso de antagonismo radical, sobre todo cuando EEUU, con la línea Bush, decidió dar un golpe militar decisivo en el corazón de Asia, y se involucró en las guerras de Afganistán y de Irak. Esta política, destinada a situar militarmente a EEUU en el centro del continente más decisivo del siglo XXI, y colocar un cuchillo amenazante a la espalda de China, se saldó sin embargo con una derrota estratégica. La línea más beligerante, partidaria de imponer un nuevo orden mundial basado ante todo en su hegemonía militar, y en utilizar esa hegemonía para contener a China y al resto de potencias emergentes del planeta, naufragó de forma estrepitosa; y ello se agravó aún más, y se hizo más visible, cuando a finales de 2007 estalló la crisis financiera en Wall Street. Todo el edificio imperial se tambaleó.
Para afrontar los daños provocados por el fracaso de la política de Bush, EEUU apostó entonces por cambiar de línea y de jinete. Con la llegada de Obama, EEUU va a tratar de moderar los excesos del unilateralismo y los abusos del músculo militar (intentando minimizar, en lo posible, las derrotas sufridas) y va a tratar de acentuar el peso de los ingredientes políticos, económicos, diplomáticos y de inteligencia, con la finalidad de sacar al país del agujero financiero en el que ha caído, salvar Wall Street, evitar la quiebra, y diseñar un nuevo plan de contención de China menos agresivo y más realista, buscando crear una nueva trama de alianzas con los vecinos del gigante asiátivo con vistas a «aislar a China» en Asia.
Pero si la política de la línea Bush se reveló un error mayúsculo, la estrategia de Obama tampoco ha dado muchos frutos. Su política de apoyo a las «primaveras árabes», por ejemplo, se ha saldado con un desastre prácticamente total: Túnez, Libia, Egipto o Siria son ahora quebraderos de cabeza monumentales, en los que Esatos Unidos pierde tiempo y recursos sin avistar nada positivo, y sí la rémora de nuevos conflictos militares interminables y desastres humanitarios trágicos. El error ha dado pie además a que Rusia resurja como potencia regional (interviniendo militarmente incluso) y a que Turquía (tras el golpe de Estado frustrado) se distancie aún más de la órbita imperial americana. Para los adversarios de la línea Obama en el interior de EEUU, el balance es el de un desastroso retroceso del poderio y el liderazgo mundial de EEUU, lo que les aboca, según ellos, a perder la batalla estratégica con China (que en menos de 10 años podría superar el PIB de EEUU) y a enfrentar retrocesos cada vez mayores en América Latina, África y Asia. Para este sector, Obama y su línea de actuación están enterrando paso a paso la hegemonía mundial de EEUU.
Y esta aguda división, y la agria confrontación a que da pie, no afecta solo a la política exterior de la superpotencia americana. En el interior, también las contradicciones del país, en franco desarrollo y agudización, abren un abismo cada vez mayor entre estos dos sectores. Mientras para el núcleo duro del Partido republicano mantener la supremacía de la mayoría blanca y las señas de identidad tradicionales (hegemonía blanca, del idioma inglés, del protestantismo…) es algo esencial «para que EEUU siga siendo EEUU», la otra línea (sin cuestionar todavía eso) aboga por desarrollar políticas de integración que incorporen a negros y latinos en amplias esferas de la vida política, económina y social, lo que, a la larga, sin duda provocará cambios sustanciales en las señas de identidad de EEUU.
Por otro lado, el gigantesco abismo social que se ha abierto en el país, con la hiperconcentración de la riqueza en muy pocas manos, y la depauperización acelerada, no solo de las clases trabajadores, sino también de ciertos sectores de las clases medias, dibuja un panorama de descontento social como no se conocía en el país desde la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX. Y lo mismo ocurre con las llamadas «tensiones raciales», agudizadas estos últimos meses merced a la transparencia informativa que ha llegado por fin al mundo de los abusos policiales y la matanza indiscriminada de negros por policías blancos. Un panorama sombrío que habla de un país con muchas cicatrices internas, con insolubles quebraderos de cabeza en el exterior, con rivales a los que no encuentra la manera de contener, y con la cabeza dividada en «dos hemisferios» cada vez más irreconciliablemente enfrentados.
¿Qué puede pasar?
Para pronosticar, mejor nadar y guardar la ropa. Máxime visto lo ocurrido en Gran Bretaña con el referéndum sobre el Brexit. También allí el hartazgo, el cansancio, el rechazo a las élites, provocó un resultado «inesperado». En este caso, no es lo mismo. Las presidenciales de EEUU son un asunto de primera magnitud. Está en juego la línea que seguirá la superpotencia americana y la forma de responder a unos retos y unos desafíos que las dos presidencias anteriores no supieron encontrar.
A priori, una vez más, el combate parece «amañado» y la victoria de Clinton parece relativamente asegurada. Incluso es posible que esa victoria sea relativamente aplastante. Pero queda «la incógnita» Trump, que no es otra que dilucidar cuál es el volumen, el tamaño, la cuantía del desencanto y el rechazo entre las clases medias y trabajadoras blancas de EEUU. Si el volumen de ese desencanto y de ese rechazo es muy grande, es enorme, ¿podría verse de nuevo «lo inesperado»?