Ahora, a medida que su fin se iba acercando, se reivindica su figura rememorando una parte de su trayectoria: la transición de la dictadura hacia el régimen democrático, los audaces movimientos de legalizar al PCE o traer de vuelta a Tarradellas, la fabricación del consenso, etc… Pero se tiene mucho cuidado en ocultar, pasar por encima o falsear las razones que llevaron al acoso feroz, el derribo por la fuerza y el posterior arrinconamiento político de quien había dirigido ese proceso ¿Por qué?
Porque hacerlo obligaría a desvelar cómo Suárez se convirtió, desde la presidencia del gobierno, en un intruso que desafió la regla de oro que debía seguir la recién nacida democracia española bajo la tutela de Washington: la sumisión a los dictados del imperio. Se está presentando sus enfrentamientos con el ejército, con la iglesia o con el bunker franquista como la causa de su aislamiento político y su dimisión como presidente. Pero nada se dice del camino de neutralidad ante las dos superpotencias, de los intentos de ganar autonomía y de defender la soberanía nacional que impulsó y dirigió Suárez desde su llegada a la presidencia del gobierno. Causa última de su caída, ante la reiterada negativa a integrar a España en la OTAN como exigían imperiosamente los EEUU de Reagan. Los mismos que ayer, siguiendo milimétricamente el guión diseñado en algún despacho de Washington, contribuyeron a su derribo, hoy se dedican a ensalzar hipócritamente su figura.
La feroz operación de cerco y derribo contra Suárez empezó a fraguarse desde el mismo momento en que Alexander Haig, recién nombrado secretario de Estado de Reagan, dijo en una de sus primeras declaraciones que “España tiene que fijar día y hora para su entrada en la OTAN”. Algo que todavía es necesario ocultar. En la multitud de páginas y reportajes televisivos que se están dedicando estos días a la vida de Suárez, no se ha oído pronunciar todavía en ningún momento la palabra OTAN. Suárez se negó a plegarse a las órdenes de la administración Reagan que exigían, en plena guerra fría, una incorporación inmediata de España a sus planes de guerra y confrontación militar con la otra superpotencia hegemonista, la URSS, lo que suponía la entrada inmediata en la OTAN. En los planes de guerra del Pentágono, la península ibérica jugaba un papel fundamental en caso del estallido de una guerra. España debía convertirse en el punto clave de la retaguardia europea, un inmenso portaaviones donde concentrar las tropas y armamento norteamericano que debían lanzar la contraofensiva.Pero Suárez tenía otros planes. Cometió la osadía de no acatar sus mandatos. Aprovechando las excepcionales condiciones del momento, con unos EEUU debilitados tras el fracaso de Vietnam y las oportunidades que ofrecía el cambio de régimen en España, intentó desplegar una política autónoma que dotara a España de un margen de maniobra frente a Washington. Suárez ya había dado serios indicios de esta política al recibir a Arafat -entonces considerado por Washington como el terrorista número uno del mundo- en Barajas con honores de jefe de Estado. O visitando a la Cuba de Fidel Castro, colocada por Washington en el “eje del mal” de la época. Impulsó la creación de la comunidad iberoamericana de naciones como la base que permitiera a España jugar un papel más relevante en la política internacional. Practicó en la ONU una “tercera vía diplomática” que llevaba a España a votar muchas veces junto al Tercer Mundo y contra las dos superpotencias. E incluso llegó a enviar una delegación española a la Cumbre de Países No Alineados, gesto insólito para un país que tenía bases militares norteamericanas en su territorio. Suárez se convirtió, desde la presidencia del gobierno, en el principal obstáculo para los planes del hegemonismo yanqui: EEUU quería a España en la OTAN, y la quería ya. Y Suárez no estaba dispuesto a romper el modelo político -basado en el consenso con la izquierda- surgido de la transición para contentar los planes de Washington. Había que remover ese obstáculo y a ello se pusieron con una ferocidad nunca vista, ni antes ni después. El golpe del 23-F no fue más que el epílogo final de esa operación, la demostración de hasta dónde estaba dispuesto a llegar Washington para conseguir su objetivo. Ahora, en el momento de su fallecimiento, es necesario recordar y sacar a la luz unos acontecimientos que colocan en su sitio y engrandecen todavía más la figura de Suárez. Y que explican tanto el silencio y el ostracismo impuesto a su figura desde hace 30 años por el stablishment político y mediático, como el emocionado recuerdo, repleto de respeto y cariño, que le sigue profesando la inmensa mayoría del pueblo español.