Tras días de intensos enfrentamientos entre manifestantes y policías, que han dejado una cifra indeterminada de varias decenas de muertos, y al menos 10.000 detenido, los tanques rusos han acabado sofocando las protestas en Kazajistán. Durante varios días, esta enorme república exsoviética enclavada en lo más profundo de Asia Central, apenas conocida en occidente, ha sido el centro de todas las miradas. ¿Qué ha ocurrido en este país y que implicaciones geopolíticas tiene?
Primero, los hechos. El estallido de ira popular comenzó a principios de año, cuando los kazajos se encontraron que el gobierno había duplicado -súbitamente y en pleno invierno- el precio del Gas Natural Licuado (GNL), el combustible que usan la mayor parte de los vehículos y las casas para calentarse. Era la gota que colmaba el vaso de una indignación ciudadana contra una acaudalada oligarquía -continuadora directa de los jerarcas soviéticos que dominaban Kazajistán hasta 1991- cuyas máximas figuras son el actual presidente Tokáyev, y el que fuera su mentor y predecesor, el autodenominado «padre de la patria”, Nursultán Nazarbáyev.
Las protestas, inicialmente pacíficas -que exigían, además de volver a los antiguos precios, cambios democráticos para limitar el poder de las élites gobernantes y derechos y libertades políticas y sindicales- degeneraron en disturbios, en cócteles molotov, derribos de estatuas y la irrupción de unos cientos de manifestantes en el aeropuerto de Almaty, la segunda ciudad del país. Entonces el presidente Tokáyev, que parecía haber cedido a las protestas prometiendo reformas sociales y apertura democrática, y culpando y apartando al odiado Nazarbáyev del poder, declaró «terroristas» a los manifestantes, ordenó a la policía «disparar sin previo aviso» y llamó a Rusia -que forma parte, junto a Kazajistán, Bielorrusia, Armenia, Kirguistán, Rusia y Tayikistán, de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), una alianza militar- para que enviase varios miles de soldados «en misión de paz», a reprimir las protestas.
Tras 10 días de enfrentamientos, y con un saldo de muertos y heridos difícil de determinar, Tokáyev ha dado por finalizada la «operación antiterrorista», advirtiendo que «podríamos haber perdido el país».
Kazajistán, una enorme tarta
Con más de 2,7 millones de km2, Kazajistán es el noveno país más extenso de la Tierra. Esta antigua república soviética -independizada formalmente tras el colapso de la URSS de 1991- está encajonada en Asia Central y limita al sur con las repúblicas exsoviéticas menores (Kirguistán, Uzbekistán y Turkmenistán), al norte con Rusia, y al este con una de las zonas más sensibles de China, la región de Xinjang, de mayoría uigur musulmana. Por Kazajistán pasa además el principal corredor ferroviario del Cinturón y la Ruta, la «Nueva Ruta de la Seda» impulsada por Pekín.
Con una enorme extensión, Kazajistán está habitado sin embargo por apenas 18,8 millones de personas, pertenecientes en su mayoría a grupos étnicos túrquicos musulmanes (sunnitas), pero donde hay un 28% de orígen ruso. Seguramente, este país sólo es famoso por albergar el histórico cosmódromo de Baikonur, donde la URSS comenzó su carrera espacial, pero cuenta con valiosos tesoros minerales, inmensas reservas de petróleo, gas natural, cobre y sobre todo de uranio: con un 40% del total global, es el mayor productor mundial de mineral radiactivo.
Atendiendo al PIB per cápita, es uno de los países más ricos, pero esa opulencia está en manos de unos pocos. La clase dominante kazaja, continuadora directa de la burguesía burocrática soviética kazaja, controla todos los sectores de la producción. Su máximo exponente es el expresidente Nazarbáyev y su clan familiar. De ser el máximo jerarca del Sóviet kazajo, se convirtió en el primer presidente tras la independencia, desarrollando un ultra-corrupto y nepotista régimen clientelar, persiguiendo con mano dura a la oposición y los sindicatos -los comunistas, con 70.000 afiliados, están ilegalizados- y potenciando un culto a la personalidad tan grotesco que acabó cambiando el nombre de la capital kazaja, Astaná, por el suyo propio, Nur-sultán.
Su clan familiar, los Nazarbáyev, han gozado hasta ahora del monopolio total sobre los hidrocarburos, el uranio, la minería, la banca, el comercio y las telecomunicaciones. Su hija mayor ha sido presidenta del senado y fundadora del principal partido de la oposición (el otro partido es el oficialista, fundado por su propio padre), y el nieto del patriarca, Nurali Aliyev, es uno de los grandes banqueros del país con un patrimonio superior a los 200 millones de dólares.
Los Nazarbáyev, siempre en buenas relaciones con Moscú y Pekín, tampoco han desdeñado hacer negocios con EEUU. Las gigantes norteamericanas del petróleo, Chevron (50%) y ExxonMobility (25%) controlan junto a petroleras kazajas y rusas Tengizchevroil, principal consorcio de hidrocarburos del país. En 2020, el secretario de Estado de Trump, Mike Pompeo tanteó sin éxito la posibilidad de instalar una base militar norteamericana en Kazajistán.
Los continuos escándalos de corrupción del clan Nazarbáyev obligaron a su patriarca a renunciar a la presidencia en marzo de 2019, su poder ha seguido ejerciéndose entre bambalinas. Designó a su delfín -el actual presidente Tokáyev- como presidente, tras unas elecciones hechas a su medida, y se reservó los resortes claves del Estado -incluidos los servicios secretos- desde el Consejo de Seguridad Nacional.
El origen y el resultado de la crisis
Que hasta ahora no supiéramos nada de Kazajistán ni de sus protestas populares no significa que hayan brotado de la nada. Lo cierto es que este país alberga un movimiento obrero, campesino y sindical que en los últimos veinte años ha protagonizado numerosas huelgas contra la degradación de sus condiciones de vida y en protesta contra unas élites siempre dispuestas a vender el país a las diferentes potencias.
Dado que existe una enorme demanda mundial de gas natural (especialmente de Europa), la oligarquía kazaja, en vez de invertir en modernizar las obsoletas infraestructuras heredadas de la época soviética para aumentar la producción, decidió encarecerlo para su población -eliminando el subsidio del 60% que aplica al GNL- para tener más gas que ofrecer a las multinacionales europeas o para satisfacer las demandas rusas y chinas.
Además de todos estos componentes, que implican los vínculos comerciales, políticos y militares de la burguesía kazaja con Rusia, China, Europa y EEUU, está la pieza de Turquía. El presidente turco, Erdogan, que promueve un ambicioso proyecto de «unificación del mundo turco» que incluye a Turquía, Azerbaiyán, Kazajistán, Uzbekistán y Turkmenistán, para contener la influencia rusa y china en Asia central y en el Cáucaso, lleva años intentando atraer a la élite kazaja a sus pretensiones, algo que el Kremlin observa con irritación.
Con la intervención militar rusa, se refuerza enormemente el alineamiento de Kazajistán en la órbita de Moscú. Así lo analiza el centro de estudios Carnegie de Moscú, que destaca que «tras las enormes fallas» del sistema político kazajo que «han llevado el descontento a millones de personas por la distribución de sus riquezas y a su fin a la era Nazarbáyev», de la crisis sale ganadora Rusia y su alianza militar, la CSTO. Las veleidades pro-occidentales de Astaná han sido “corregidas” a sangre y fuego. No pocos han hablado de que las protestas podían haber dado pie a que EEUU -sea directamente, sea en connivencia con Turquía- tratase de convertir la crisis en una «revolución de colores» que cambiase el alineamiento internacional de un país geopolíticamente clave, situado en el vientre de Rusia y en la mismísima espalda de China, en medio de la Ruta de la Seda. Si hubo algo de eso -algo de lo que no hay pruebas tangibles, pero que en absoluto es descartable- la intervención rusa ha acabado aplastándolo en su etapa embrionaria, al menos de momento.