Joan Arnau
Ha muerto a los 91 Jean-Luc Godard. Su obra desmiente la máxima de que la radicalidad relega el arte a un pequeño círculo marginal. Godard ha sido uno de los cineastas más influyentes porque también ha sido uno de los más radicales.
La revolución fue el tema central de su cine. La revolución política, ligada a un año, 1968, que sacudió los cimientos globales. Pero también la revolución formal, desafiando las formas anquilosadas en el cine.
Para Godard revolución y cine son dos cosas íntimamente unidas, porque, como el mismo decía, “el travelling es una cuestión moral”.
Para Godard, “el cine es una verdad a 24 fotogramas por minuto”. Y, como ya clamaban las vanguardias soviéticas, debe romper el falso abismo entre arte y vida: “El cine no existe en sí. Es un movimiento. Una película no es nada si no se proyecta (…) No veo diferencia entre mi vida y el cine; antes tenía ideas sobre el cine, ahora las vivo”.
Trabajador incansable, culminó más de 120 películas, cortos o documentales. Su cine gozó de un público amplio y fiel, influyendo en nuevas generaciones de cineastas -la productora de Tarantino, “Banda aparte”, lleva el título de una de las películas de Godard-. Y recibió hasta 51 premios, entre ellos un Oscar honorífico, un León de Oro en Venecia, un Oso de Oro en Berlín o una Palma de Oro en Cannes.
“Al final de la escapada” había un nuevo cine
El primer largometraje de Godard, “À bout de soufflé” –“Al final de la escapada”- fue un golpe encima de la mesa.
Godard trabajó sobre un guion de François Truffaut, y contó con la colaboración de Claude Chabrol, nombres clave de la “nouvelle vague”, el movimiento que a finales de los cincuenta sacudió el panorama del cine europeo y mundial.
Dylan cantaba que “los tiempos están cambiando”, y Godard lo expresó en imágenes. “À bout de soufflé” era una nueva mirada. En todo. En la relación entre el ladronzuelo magistralmente interpretado por Belmondo y la joven estadounidense encarnada por Jean Seberg, viviendo una libertad que desafía todas las normas. En una nueva forma de rodar, cámara en mano, con un montaje trepidante que salta de un plano a otro, o dando a la ficción un aire documental.
Godard se enfrentaba al anodino cine de Hollywood, pero bebió para ello de los mejores códigos del cine negro americano, especialmente de sus admirados Nicholas Ray y Fritz Lang.
“Al final de la escapada” no había un callejón sin salida, sino nuevos caminos para el cine, que Godard transitó.
Como en “Lenny contra Alphaville”, una fábula donde se mezclan la ciencia ficción y el cine negro, en una batalla contra una supercomputadora dentro de una sociedad fascista donde el individuo está sometido al Estado y no se le permite ni la libertad ni la expresión artística personal.
Godard “entendió la fuerza de las imágenes, hasta qué punto era posible usar el cine como instrumento de revolución”
O en “Pierrot el loco”, donde otra vez Belmondo encarna a un burgués que abandona una vida castrada por la “estabilidad”. Un torbellino donde Godard mezcla la denuncia de la guerra de Vietnam y la crítica a la burguesía, con una total libertad artística, rompiendo los límites entre realidad y ficción, con los personajes saliendo de pantalla y comentando las escenas con los espectadores.
Filmando la revolución
Una película anticipó el mayo del 68. Fue “La Chinoise”, filmada en 1967 y dirigida por Godard.
Un grupo de jóvenes militantes de un partido comunista revolucionario leen y comentan fragmentos del Libro Rojo de Mao Tse Tung.
A través de una estética pop, la misma con la que Warhol serigrafió el rostro de Mao, con un ritmo cuya velocidad no da tregua, y una banda sonora con una canción en la que se escucha “el imperialismo es un tigre de papel”, convertida en un éxito de ventas.
Ese mismo año 1967, Godard también culmina “Week End”, una delirante andanada contra el capitalismo, donde tras la fachada de un inocuo matrimonio burgués estalla una brutal violencia cuyo centro es apoderarse del dinero familiar.
Godard no filmó la revolución desde fuera. Tomó posición por el pensamiento Mao Tse Tung. Y participó en el torbellino revolucionario de mayo del 68.
Formó parte del grupo de cineastas que se colgaron del telón para forzar la clausura de la edición del Festival de Cannes de 1968. El lujo del festival, mientras la calle hervía de luchas, era la antítesis del cine que defendía Godard.
Fue un miembro destacado de los “Estados Generales del Cine”, donde se impulsaba una nueva forma de hacer películas desde una orientación revolucionaria e independiente de la gran industria. Un cine colectivo, donde se niega la figura del “autor” para que “las masas se filmen a sí mismas”.
Godard ha sido uno de los cineastas más influyentes porque también ha sido uno de los más revolucionarios
Godard lo hizo, fundando el “grupo Dziga Vértov”, en honor al cineasta soviético nacido al calor de la Revolución de Octubre, donde se huía de “las imágenes bellas” del cine burgués creando “películas revolucionarias para audiencias revolucionarias”.
O filmando el huracán de mayo del 68 en los “Cinétracts”, piezas breves que muestran asambleas, manifestaciones… Donde los obreros o estudiantes en lucha puedan filmarse a sí mismos, y que luego son exhibidos y discutidos en fábricas o universidades ocupadas.
Godard fue fiel hasta el final a un cine radical. Con “Yo te saludo, María”, que provocó protestas de los ultracatólicos. O con “Ici et ailleurs”, donde chocan dos mundos, el tranquilo, y muerto, de una Europa burguesa y el convulso, y vivo, de una Palestina en lucha.
Hasta desembocar en dos obras inclasificables y radicales: “Adiós al lenguaje” y “El libro de imágenes”.
Tal y como declaró la actriz Macha Méril, protagonista de una de sus películas, Godard “entendió la fuerza de las imágenes, hasta qué punto era posible usar el cine como instrumento de rebelión, de revolución. Se consideraba un agitador más que un cineasta”.