Ante los ataques de Trump contra México y el castellano, restablecer los lazos existentes entre nuestra comunidad, en el marco de una hispanidad que se nos pretende robar, es una tarea primordial para todos nosotros y para cualquier revolucionario del mundo.
El novelista mexicano Carlos Fuentes se refiere al mundo hispanohablante como Territorio de la Mancha, englobando en un solo concepto el escenario de las andanzas de Don Quijote, una “mancha de mestizaje” “porque los que hablamos español no pertenecemos a una sola raza”, y una mancha lingüística que se encuentra hoy en expansión, más allá que sus propios hablantes. Y es que en el territorio comprendido entre los Pirineos y Tarifa, entre los Grandes Lagos y la Tierra de Fuego, convivimos más de 400 millones de hispanos unidos por lazos de sangre, pero sobre todo de cultura, de lengua, de historia y de sensibilidad. Frente a la gélida Europa y el individualismo del mundo anglosajón imperante, el Mundo Hispano representa una forma de vivir y de relacionarse, unos principios y unos valores contradictorios, que encuentran un gran punto de unidad y a la vez de diferencia y comunicación, en un idioma que es por todos nosotros hablado pero asumido por cada uno si destruir nuestra particularidad. A diferencia de lo ocurrido en países como Alemania o los EEUU, nuestra lengua ha adquirido una enorme fortaleza sin apoyarse en ningún centro decisivo de poder mundial, y sin haber aniquilado la diversidad lingüística propia de nuestras tierras, pues si en España nuestras distintas lenguas nacionales se han conservado y vitalizado -aún a pesar de los sucesivos intentos del Estado a lo largo de la historia por someterlas-, en la América Latina se mantienen hoy numerosas lenguas amerindias cuyos hablantes dominan también el castellano.
La fortaleza de la comunidad hispánica reside precisamente en su diversidad. Ser hispano implica ser mestizo. Íberos, celtas, fenicios, vascones, judíos, visigodos, árabes y romanos son el cóctel que constituye nuestra sangre de hoy, pero quienes en sus respectivos momentos de la historia de la península han llegado a dominar nuestra tierra, quién sabe porque razón, no han llevado a cabo un exterminio genético. Más bien, con el poder o sin él, se han fundido en la población autóctona, e incluso asumido gran parte de los aspectos culturales de la misma, en contraste con las pugnas y limpiezas étnicas entre tribus llevadas a cabo en zonas hoy ocupadas por pueblos germánicos, o el genocidio practicado por ingleses y yanquis contra los aborígenes americanos, de los que apenas queda rastro hoy. En el punto opuesto, a pesar de estar llevando a cabo una conquista imperial, españoles y portugueses también se mezclaron con quechuas, mayas, emberes, aztecas, guaraníes, quimbayas, etc.; supieránlo o no, se encontraba en su esencia propia hacerlo.
La innegable sociabilidad del talante hispano ha dado a nuestra cultura un carácter cuyo ímpetu y fuerza consiste en el propio hecho de considerarse a sí mismo como algo inacabado, que mira siempre hacia adelante. Decía Le Corbusier que lo que más le gustaba del carácter hispano era su actitud de tratar las cosas sin rodeos, para ver que hay de bueno y de malo en ellas, y entonces asumirlo o desecharlo. Cervantes relató magistralmente esa dialéctica entre ir hasta el final de las cosas, y si la mayoría de los sonetos de Quevedo destrozan mordazmente a los sectores más débiles de la sociedad, dejaba salir así mismo una rabia que le llevaba a arremeter agudamente contra las injusticias de su tiempo.
Estos son algunos de los muchos, muchísimos escritores que han configurado lo que con toda justeza podemos llamar Literatura Hispánica, fiel reflejo de nuestra historia, nuestro carácter, diversidad y unidad. Propio de la espontaneidad como rasgo que también define a este carácter es aquello que percibía Hemingway, que prefería tomarse un café en Pamplona a hacerlo en Bayona “porque en España, al dar propina, nunca puedes saber si el camarero te dará las gracias o no, aunque le conozcas”. Quizá por eso el castellano tiene una fuerza de penetración en el propio feudo del inglés, en el mismo suelo de la única superpotencia existente hoy, que esta última lengua no posee en ninguna tierra de habla hispana. El inglés penetra a través de las finanzas, el comercio, la publicidad, el espectáculo y la información, mientras el castellano aparece como la lengua de los sentimientos, de la gastronomía, del amor, lo familiar y de la cultura.
Una profunda unidad y cohesión dentro de la Comunidad Hispánica, que contrasta abiertamente con su configuración política, cuyos vínculos se reducen de forma casi exclusiva al hecho irrefutable de que compartimos también, todos en nuestro conjunto, y cada uno en sí mismo, la permanente intromisión e intervención del imperialismo, y en particular, del hegemonismo norteamericano. La injerencia del imperialismo británico en siglos anteriores, y del norteamericano en este último, han ido siempre encaminadas a fracturar y enfrentar nuestra comunidad para someterla y explotarla mejor. Rompiendo la unidad existente entre las repúblicas latinoamericanas hoy separadas, y, en su mayoría gobernadas por guiñolescos regímenes al servicio del más salvaje saqueo, enfrentándolas a su vez con España y Portugal.
Reestablecer los lazos existentes entre nuestra comunidad, en el marco de una hispanidad que se nos pretende robar, es una tarea primordial para todos nosotros y para cualquier revolucionario del mundo.