«Se trata de un riesgo realista, y al mismo tiempo subestimado. La pregunta no es si habrá un gran apagón, sino cuándo», afirmó ante los periodistas la ministra austriaca de Defensa, Klaudia Tanne, para justificar la campaña de concienciación que el gobierno de Viena ha lanzado a su población.
El ministerio de Defensa austriaco difundió a principios de octubre un vídeo en el que mostraban a su población cómo debían prepararse ante un hipotético gran apagón eléctrico en toda Europa. Más de dos mil municipios austríacos están repartiendo carteles y folletos elaborados por el Ejército en los que aportan consejos sobre cómo actuar ante una posible crisis en el suministro. En ellos se aconseja a la población para que hagan acopio de víveres para alimentarse durante, al menos, dos semanas. También recomienda aprender primeros auxilios o formar equipos vecinales para darse apoyo mutuo. El gobierno de Viena considera que un ‘blackout’ -«apagón» en inglés- sería, tras los ataques terroristas, el segundo escenario más amenazante para la seguridad del país.
A nadie se le escapa las graves consecuencias que un apagón de larga duración tendría. Ordenadores, teléfonos e internet dejarían de funcionar, pero también los semáforos, los cajeros automáticos y con el tiempo los aparatos de los hospitales y los servicios de emergencias.
¿Cómo debemos tomarnos esta apocalíptica amenaza? ¿Forma parte de las «fake news» y de la propaganda del miedo? ¿O es real?
Haberlos… haylos
Lo primero que hay que constatar es que los grandes apagones -que afectan a grandes áreas geográficas, a áreas metropolitanas, regiones o países enteros- no son un mito, ni un cuento para asustarnos. Son infrecuentes, pero a veces ocurren.
Y no son un problema baladí. Cuando ocurre un ‘blackout’, restablecer el flujo energético en algo tan complejo como una red eléctrica no es tan sencillo como volver a levantar los fusibles. En el mejor de los casos -dependiendo de la causa del apagón o de la gravedad la avería- se puede tardar unas horas en restablecer el servicio. En el peor de los casos puede llevar días, semanas o meses… y eso implica regiones o países enteros paralizados.
El pasado mes de julio, 600.000 abonados catalanes se quedaron a oscuras unas horas porque en el Pirineo francés un hidroavión que estaba trabajando en un incendio forestal dañó una línea eléctrica de alta tensión.
Muchas películas han plasmado los grandes desórdenes desencadenados tras el gran apagón de Nueva York de 1965, cuando durante 12 horas cerca de 36 millones de personas de la costa noreste de EEUU y Canadá se quedaron en tinieblas.
En 1983 Suecia sufrió un colapso eléctrico de 89 días. En 2012 Turquía tuvo otro de 104 días. El récord lo comparten Venezuela y Colombia, que sufrieron un apagón de 300 jornadas que afectó a 30 millones de ambos lados de la frontera.
Las causas para una gran caída del sistema eléctrico pueden ser muchas. Desde fallos técnicos por error humano, a averías o accidentes en puntos neurálgicos de la red. A veces son sobrecargas por picos de demanda (aunque estos se arreglan en poco tiempo). Incluso existen las causas cósmicas: una virulenta tormenta solar impactando sobre el campo magnético de la Tierra puede provocar -como ocurrió en 1989 en Quebec- un apagón de grandes dimensiones.
Aunque improbable, la posibilidad de un gran apagón está ahora encima de la mesa. Y de hecho, los problemas de la cadena de suministros son una de las principales preocupaciones de la ciudadanía.
Sin embargo, lo que más preocupa a los expertos en Seguridad Nacional son los sabotajes, especialmente los cibernéticos. En 2015, medio millón de ciudadanos se quedaron sin suministro eléctrico a raíz de un ataque informático a varias centrales eléctricas del país. El troyano informático, el primero involucrado en un apagón eléctrico, se llamaba BlackEnergy y muchos expertos han señalado la mano del Kremlin detrás de este ciberataque. Otros virus, como el Stuxnet, obra de Israel y EEUU, afectó a varias centrales nucleares iraníes en abril de este año.
¿Puede ocurrir esto en Europa?
Aunque improbable, la posibilidad de un gran apagón está ahora encima de la mesa. Y de hecho, de unos meses a esta parte -según veíamos las noticias de desabastecimiento en Reino Unido, o sufríamos la intolerable escalada de los precios del gas, de la electricidad o de los carburantes- los problemas de la cadena de suministros se han abierto paso como una de las principales preocupaciones de la ciudadanía.
El enrarecido contexto energético, económico y geopolítico post-pandemia no invita a la tranquilidad. Si el parón productivo durante lo peor de la epidemia de coronavirus provocó una caída de la demanda, la reactivación económica actual está causando el efecto contrario, con grandes desajustes.
Y no sólo en el plano energético, sino también en el de transporte de mercancías. Los puertos norteamericanos, chinos o europeos se han convertido en cuellos de botella para amplios sectores económicos. Desde la llegada de materias primas, suministros y componentes (los chips procedentes de Asia para los coches europeos, por ejemplo) a la exportación de las mercancías elaboradas.
En el plano energético, el aumento de la demanda asiática ha disparado el precio del gas -y por ende, de la electricidad- en los mercados internacionales, impactando de lleno a Europa. Rusia tiene la llave del gas de la Unión Europea -suministra el 43% del gas que consume la eurozona- y maniobra para que se termine abriendo el estratégico gaseoducto Nord Stream 2 que evitaría la tubería ucraniana. Países como España negocian a toda prisa con Argelia para garantizar que el país norteafricano garantice el suministro. Y se anuncia el inminente cierre de un buen número de centrales nucleares (una fuente que suministra el 26% de la energía de la UE). A finales de 2022 se cerrarán las últimas seis centrales nucleares alemanas que todavía siguen en funcionamiento.
Todo esto influye, pero no es lo más determinante para la posibilidad de un «gran apagón». Lo más crítico es el nivel de dependencia de una red eléctrica nacional respecto a la de otros países, y por tanto la posibilidad de que, si la de un país colapsa, arrastre como si de una ficha de dominó se tratase, a la red eléctrica de otros países interdependientes.
Y lo cierto es que Austria, un país centroeuropeo que tiene frontera con 8 países, tiene una red eléctrica muy interconectada con el resto de Europa. Su suministro además procede en buena parte de Ucrania y Rusia, aunque tiene negociaciones con terceros países como Alemania. La posibilidad de un corte de suministro que, originándose fuera de sus fronteras, acabara afectando a Austria, aunque improbable, no es imposible.
¿Y en España?
En el caso de España, un gran apagón sobrevenido desde Europa es todavía más improbable, porque la peculiar geografía de nuestra red eléctrica nos hace ser casi una «isla energética». Y además la red eléctrica española es de las más seguras del mundo, ya que está muy mallada, algo que en caso de averías permite aislar el problema y reducir al mínimo los daños.
“España está en una posición mejor que el resto de países de Europa frente a un gran apagón», asegura Roberto Gómez, profesor de Empresa de la Universidad Europea de Valencia y experto en suministro energético. «Tenemos una conexión con Francia que nos proporciona solo un 5%, en el mejor de los casos, de la electricidad que necesitamos».
De esta manera ante un gran problema que involucrara a la red eléctrica de más allá de los Pirineos, sería «relativamente fácil quitar tres fichas del dominó para a nosotros no nos arrastre una caída en Europa», afirma Gómez.