Adelantados con mucho a su tiempo y a sus contemporáneos, la obra política de los los Reyes Católicos empiezan a sentar las bases de lo que, con el tiempo, se convertiría en los más sólidos cimientos de un nuevo tipo de Estado, ya completamente alejado del Estado feudal con su anárquica fragmentación y su subordinación a nobles y altos eclesiásticos.
Además de ello, la decisión de unir dinásticamente dos de las dos coronas más importantes de la península –pero siempre con la vista puesta en la unión con Portugal, la conquista de Granada o la incorporación del Reino de Navarra– dieron forma a la unidad de España que, más de cinco siglos después, sigue siendo uno de los activos más valiosos y fundamentales que posee el pueblo español.
Ninguna de ellas resultaría una tarea fácil.
Divisiones y taifas
Relata el maestro de historiadores Claudio Sánchez Albornoz en su inestimable libro España, un enigma histórico cómo la invasión musulmana del año 711 destruyó la unidad político-administrativa de la Península Ibérica que, mal que bien, romanos y visigodos habían conseguido levantar.
Es bien sabido, sin embargo, cómo a pesar de un común sentimiento solidario y la unidad en la lucha por encima de barreras políticas o geográficas, la Reconquista fue en realidad obra de grupos de españoles divididos: asturianos, vascos, navarros, leoneses, castellanos y aragoneses, entre otros. Pero en la lucha contra el Islam todos se sentían, de uno u otro modo, fundamentalmente “españoles”. Ya desde los primeros tiempos de Don Pelayo, Fávila o Alfonso I en las montañas astur-leonesas, letrados y clérigos de sus cortes blandían la antigua unidad visigótica de la península como bandera del esfuerzo reconquistador. Pasado el tiempo, y avanzada la Reconquista hasta la frontera sur, los reyes de los distintos reinos peninsulares se trataban como familia, lo que no impedía ni mucho menos que frecuentemente se enzarzaran en terribles enfrentamientos entre ellos. Y ya mucho antes del siglo XV se utilizaba de modo frecuente la palabra España para designar a toda la Península, a pesar de que esta España fuera todavía una realidad compuesta por varios reinos.
Pero este viejo anhelo de reivindicar la unidad perdida se enfrentaba, sin embargo, con unas estructuras feudales que en el curso de ocho largos siglos –trufados de intereses económicos, territoriales, dinásticos y políticos diferentes y muy a menudo opuestos–, habían debilitado enormemente estos lazos comunitarios.
Es desde esta perspectiva histórica, que puede considerarse el matrimonio de Fernando de Aragón con Isabel de Castilla como un paso decisivo en el camino de la unidad y la constitución de España como Estado. A pesar de tratarse inicialmente sólo de una unión personal, dinástica, en la que cada uno de los múltiples reinos (Castilla, Aragón, Valencia, Mallorca, Navarra, Principado de Cataluña) conservó sus propias instituciones, sus leyes, su administración, su moneda e incluso las aduanas entre unos y otros, la solidez de la unión entre Fernando e Isabel fue tal que, al acometer numerosas empresas comunes como la conquista de Granada o una política exterior expansiva hacia Italia, Europa, el norte de África o América, fueron capaces de poner los cimientos de la construcción de un Estado sometido a un fuerte poder unificado, la autoridad real.
Hacia un Estado fuerte
A lo largo del siglo XIII, con la toma de los importantes reinos de taifas musulmanes de Sevilla, Valencia, Mallorca, Murcia y Jaén, el empuje cristiano finaliza su expansión hacia el sur, quedando únicamente Granada como último reducto del poder musulmán en la península.
Con las cuatro quintas partes del territorio peninsular en manos de los reyes cristianos, se produce una rápida estabilización de las fronteras, un notable crecimiento de la economía y un considerable aumento de la prosperidad de las poblaciones. En ese contexto, el rápido crecimiento urbano y la consecuente intensificación de las actividades mercantiles y artesanales desbordan la vieja autarquía feudal y hacen más complejas las relaciones sociales y económicas. Condiciones que a su vez favorecen el desarrollo de nuevos centros de poder, especialmente en torno a los monarcas que intervienen de forma creciente en las ciudades, recaudan mayores impuestos y van creando una red de oficiales reales cada vez más tupida.
Una tendencia, sin embargo, permanentemente frenada por la política y las alianzas de los altos estamentos feudales y eclesiásticos y por el poder de las oligarquías urbanas. Este fue el origen de los numerosos conflictos, disputas y guerras civiles que asolaban periódicamente los reinos hispanos, los desgarraban internamente y los enfrentaban entre sí.
Un Estado unificado y descentralizado
Es sólo a partir del reinado de los Reyes Católicos cuando surge en la Península un verdadero Estado unificado, una instancia superior de poder que se impone sobre el resto de poderes de la todavía sociedad estamental.
En este nuevo poder, el monarca es el único titular de la soberanía, es decir, poseedor de un poder absoluto que por primera vez es independiente de la Iglesia, de la alta nobleza y de cualquier emperador de la cristiandad.
En este nuevo poder, el monarca es el único titular de la soberanía, es decir, poseedor de un poder absoluto. El “príncipe”, como genialmente sintetizará Maquiavelo tomando como referencia a Fernando el Católico, pasa a ser la personificación del Estado, dotándose de una serie de instituciones que dependen exclusivamente de él: un consejo consultivo o protoconsejo de ministros, una administración basada en méritos y no en linajes, un ejército profesional al servicio de la política real, una diplomacia que por primera vez en la historia se profesionaliza para defender en las cortes extranjeras los intereses del Estado y una Hacienda que busca que el despliegue de esta nueva política no dependa exclusivamente de las peticiones a las Cortes o los préstamos usurarios de los grandes linajes feudales.
A partir de la unión matrimonial de las Coronas de Castilla y Aragón y, posteriormente, de la conquista del Reino de Granada y la anexión de Navarra, el rey ejerce su poder sobre un conjunto de reinos acumulados bajo su persona.
Con su reinado se crean las condiciones para la creación de un Estado poderoso: un extenso territorio, una abundante población, una nobleza feudal militarmente sometida y desposeída de su fuerza política, una organización centralizada del poder, una red burocrática creciente, una Castilla y unos Reinos de Valencia y de Mallorca económicamente pujantes y un poderoso ejército real. Los Reyes Católicos supieron aprovechar estas condiciones para crear un Estado fuerte sometido a una única autoridad y, por tanto, capaz de de desarrollar una política interior y exterior unificada.
Y ello, paradójicamente, a pesar de que las dos coronas mantuvieran en cada unos de los reinos sus propias leyes, instituciones, lenguas, monedas y costumbres diferenciadas y distintas.
La creación del Estado Moderno
Sin embargo, a pesar de ser un Estado plural, no unitario, formado por una serie de patrimonios separados que eran gobernados por leyes distintas, Isabel y Fernando incrementaron en todo lo que les fue posible la autoridad real, fortaleciendo así los aparatos que, en el trascurrir de los siglos posteriores, iban a definir a un Estado Moderno. Es decir, una única administración de justicia controlada centralmente, un cuerpo especializado de burócratas, la creación de un ejército permanente y el desarrollo de un cuerpo diplomático exterior.
Fue tan ingente, innovadora y creativa la labor política, jurídica y administrativa del gobierno de los Reyes Católicos, que hacerse siquiera una idea aproximada de ella exigiría varios tomos.
Como principio fundamental del nuevo Estado instauran una única justicia para todo el reino. Frente a la anterior anarquía feudal donde cada señor imponía la justicia y la ley en sus señoríos, ellos hacen de la justicia real el signo de su autoridad respecto a todos sus súbditos, en primer lugar respecto a la nobleza.
Ordenan en las Cortes de Toledo de 1480 recopilar toda la legislación vigente en Castilla, inmensa obra que concluye 5 años después con el llamado Ordenamiento de Montalvo. A partir de entonces, la promulgación de leyes y la actualización legislativa se produce a través de las pragmáticas reales promulgadas desde el Consejo Real, gracias a la creación de tres instancias judiciales distintas.
En la base, una jurisdicción municipal, ejercida por una tupida red de corregidores designados por los propios monarcas, convertidos en eficaces agentes de la política centralizadora de la Corona.
Una segunda instancia, dos chancillerías en Valladolid y Granada, cuyos límites jurisdiccionales se sitúan en el río Tajo, en el que se arbitra la creación de un cuerpo de “abogados de pobres”, un antecedente de los actuales abogados de oficio para aquellos que no pueden costear la defensa de sus intereses de otro modo.
Como última instancia judicial, crean el Consejo Real o consejo privado del rey, lo que en los hechos supone que el monarca pase a controlar, por medio de esta especie de Tribunal Supremo, la administración de justicia. En él, los letrados de carrera suponen un mayoría de dos tercios frente a eclesiásticos y nobles. A la alta nobleza y los grandes de España se les permitía acudir a las sesiones, donde tenían derecho de voz pero no de voto.
La eficacia de este nuevo sistema centralizado, pronto hará que las funciones del Consejo Real no se limiten a los asuntos judiciales, sino que empiecen a extenderse también a los relativos a la administración general del Estado. Los secretarios de este Consejo Real, inicialmente encargados de elaborar los informes, preparar las sesiones y dar forma a las actas fueron ganando en importancia política al “despachar” directamente con el rey, convirtiéndose en el antecedente de lo que hoy entendemos como ministros.
Nuevo ejército, nueva diplomacia
Militarmente, en Fernando el Católico y sus más preclaros generales (el Gran Capitán, Íñigo López de Mendoza,…) encontramos el más claro ejemplo del tránsito de las guerras medievales feudales a las guerras de la Edad Moderna.
Por las tácticas empleadas, asedios con artillería frente a batallas en campo abierto, utilización de maniobras y ardides diplomáticos como instrumentos de guerra, así como por las armas utilizadas y la recomposición de los ejércitos, a lo largo de los 10 años de guerra de la toma de Granada se va desarrollando un precoz ejemplo de ejército moderno, permanente y profesional, que eclosionará definitivamente sólo unos años después en las guerras de Italia, donde la tropas españolas asentarán la hegemonía militar de los reyes hispánicos en Europa y el Mediterráneo durante más de un siglo.
Con Fernando se construye el primer cuerpo diplomático, tal y como lo entendemos hoy, de la historia. Cuerpo formado sobre la base de primar los intereses comerciales y estratégicos de España, entendida en su concepción como una unidad de intereses comunes, prestando una atención especial a las realidades geopolíticas del momento,
En definitiva y como conclusión, podemos afirmar que con su nuevo modo de gobernar, estableciendo la primacía de los intereses del Estado sobre la moralidad, la religión o sobre los intereses particulares, Fernando el Católico personificó de manera perfecta el nuevo Estado moderno, al que abrió su expansión por toda Europa.