En estos últimos tiempos, los españoles sentimos una gran preocupación por los altos niveles de corrupción que existen en nuestro país. Y no es para menos.
Ya hace varios años que se está tratando de desenmascarar un famoso caso manejado por unos siniestros personajes con motes muy acordes a su condición: “el bigotes”, “el albondiguilla”…, los cuales lucieron palmito por El Escorial en una empingorotada boda de la época, a decir de algunos, como mérito por sus generosas aportaciones. En otra ocasión nos sorprendió el caso de alguien al que pillaron una vieja herencia paterna en un paraíso fiscal de la que ya ni se acordaba, o que al pasar tanto tiempo se olvidó de regularizar (¡claro, con tantas obligaciones!). Igualmente, se han descubierto unas tarjetas de color negro que utilizaban ciertos individuos para viajar en metro, comprarse ropa interior, y hasta algún vehículo de lujo, según parece, en compensación por el tremendo canon de servidumbre que imponía su cargo. Y no digamos de esos otros geniecillos que al conocer la existencia de unos importantes fondos, destinados a formar a los que sufren el drama del desempleo, lo utilizaron en montarse ellos un discreto “capitalito”… ya se sabe, por si acaso.
Este breve relato, que si no fuera por la gravedad de lo que representa serviría para iniciar un sainete, en realidad no es un cuento jocoso; ojalá lo fuera. Tristemente, nos encontramos en un momento en que supondría una falta de respeto y de responsabilidad social tomarse semejantes comportamientos a broma, sabiendo el drama que vive tanta gente cada día. Máxime cuando nos hemos enterado recientemente, según informe de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN), en su informe sobre El Estado de la Pobreza en España, de que casi el 28% de la población española (12,8 millones de personas) se encuentra en riesgo de pobreza o exclusión.
A este respecto, el Foro de Davos se preguntaba el pasado mes de enero cómo lograr un mejor equilibrio entre el crecimiento económico y un reparto más equitativo de la riqueza. Intermon Oxfam nos informaba de que en el mundo las desigualdades llegan a situaciones extremas, y en España particularmente el 1% de la población más acaudalada acumula una riqueza igual a la del 70% de los situados más abajo. Lo peor de esto es que, a mi juicio, resulta misión del todo imposible lograr que esas diferencias puedan reducirse en un plazo de tiempo razonable, dada la estructura que impera en nuestro actual sistema económico mundial.
No hay duda de que, en este mundo capitalista neoliberal al que todos los dirigentes políticos del mundo desarrollado terminan por abrazar, la acumulación es la que fija las desigualdades en el siglo XXI, debido en gran medida a que los magnates del capital financiero ocupan paralelamente los puestos decisorios en las grandes industrias por lo que, en su condición de monopolios, controlan el poder económico. Y de esta forma, el dominio de la oligarquía económico-financiera en la vida moderna se hermana y perfecciona con su dominio en la política. Las pruebas de todo ello las encontramos en múltiples manifestaciones de esta estructura social dominante, viendo con frecuencia los procesos de absorción de las pequeñas entidades financieras por parte de las grandes, que luego forman los poderosos “consorcios bancarios”, manera eufemística de denominar a las uniones monopolistas financieras.
De ahí que los oligarcas, al poseer grandes propiedades y cantidades de dinero absolutamente desproporcionadas, gocen de un relevante ascendiente en la dirección de las organizaciones políticas, pudiendo vulnerar la ley con menos dificultades que cualquier otro ciudadano, ya que, ellos, convencidos de su poder, apenas temen a nadie.
Tras la liberalización del mercado (según ley 54/1997), las grandes compañías eléctricas como Endesa, Iberdrola, Unión Fenosa… agrupadas en la patronal Unesa, empezaron a dominar la oferta y a actuar como un oligopolio que fija realmente los precios, saltándose (igual que las petroleras) la competencia entre ellas y las leyes antimonopolio. A pesar de tener ciertos controles por parte del Estado que a veces no pueden sortear (como el caso de las recientes sanciones impuestas por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, CNMC, a las petroleras Repsol, Cepsa y BP Oil España), siguen imponiendo su ley en el mercado porque los beneficios oligopolistas compensan con creces esas multas.
Y con todo esto, a diario vemos (con cierta indiferencia, por creer que nosotros nada podemos hacer para evitarlo) cómo continúan los bancos expulsando de sus casas a familias enteras que se han quedado sin trabajo y no pueden pagar la hipoteca que suscribieron cuando disponían de un salario; o cómo otros ciudadanos no pueden calmar el frío en sus hogares porque esas grandes compañías eléctricas y petroleras, con beneficios multimillonarios, les cortan la luz y el suministro del carburante que precisan para su calefacción, debido a impagos motivados por la misma causa (la pérdida del empleo). Ningún gobierno se ha comprometido en hacer algo por evitar los desahucios, ni por intentar poner remedio en calmar el frío de quienes lo sufren cada invierno. Sin duda, el gran mal que asola este mundo es la forma en la que excluimos a millones de personas de la oportunidad de trabajar.
Observando el actual panorama español (similar al del resto de occidente), vemos como las oligarquías dominan bochornosamente a la clase política, por lo que urge que la ciudadanía se comprometa de una vez por todas y decida buscar la alternativa adecuada que remedie semejante situación, antes de que adquiera consecuencias indeseadas. Y no, en mi opinión, patrocinando una economía centralizada de naturaleza colectivista, pero sí introduciendo los mecanismos precisos que garanticen en la libre empresa el cumplimiento de las normativas que impidan actuaciones como las aquí descritas; y a la vez, que articule una clase política independiente del poder económico, capaz de acabar con las cada vez más angustiosas desigualdades.