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Guerra al terror

Los bombardeos estadounidenses contra objetivos del Estado Islámico (EI) en Siria han completado su primera semana para detener a los yihadistas en sus frentes entre Irak y el Mediterráneo. La lucha contra el califato ya no es una operación antiterrorista, como la Casa Blanca la describiera, sino una nueva guerra regional sin fronteras en la que Obama no ha tenido más remedio que entrar pese a lo incierto de su desarrollo y su impredecible final.

Lo más difícil está por llegar. El Estado Islámico no es la causa de la situación en Irak y Siria. La despiadada milicia fundamentalista suní es sobre todo producto de un entorno viciado (Estados fallidos, regímenes corrompidos, dictaduras de toda laya), enmarcado por el conflicto primordial entre musulmanes chiíes y suníes. Una pugna que abanderan los dos poderes enfrentados que moldean Oriente Próximo: Irán y Arabia Saudí.

Alcanzar una estrategia válida para derrotar al Estado Islámico exige asumir que tan importante como su contención militar es combatir las condiciones que lo alimentan. La barbarie del EI se ha convertido en una causa defendible para numerosos jóvenes árabes y no árabes, como lo muestra la participación de europeos y estadounidenses y la existencia de redes occidentales de alistamiento, como la desmantelada en España. Es un problema cercano; nuestro.

Ante esta realidad compleja, las premisas de Obama son débiles. Pueden pasar años antes de que el ejército iraquí esté en condiciones de enfrentarse al EI; o de que las tribus suníes que permiten el avance yihadista dejen de hacerlo. En Siria es poco probable que los 5.000 rebeldes moderados a los que armará Washington representen una amenaza real para los fanáticos. Con el agravante de que El Asad se siente reforzado por los ataques estadounidenses. Washington proclama que sus misiles no ayudan al déspota sirio, pero la versión de Damasco es que Obama finalmente ha comprendido que El Asad es un bastión contra el terrorismo.

EE UU necesita construir una coalición duradera y fiable, más allá del inventario de aviones prestados por sus socios. Dos ejemplos significativos muestran que será un proceso complejo. Turquía, miembro de la OTAN, sigue sin prestar el apoyo crucial que se espera de Ankara. Reino Unido, por su parte, fiel escudero de las causas de Washington, ha comprometido media docena de Tornados para operar exclusivamente en Irak; y solo después de que un escaldado Cameron llevara al Parlamento un asunto que podía decidir por sí mismo.

La gran cuestión es si el presidente estadounidense otea un plan viable contra el totalitarismo islamista y está en condiciones de impulsarlo. Irak o Afganistán señalan irrefutablemente que las bombas no sirven por sí solas para liquidar conflictos tan enraizados en sectarismos y dependientes de poderes exteriores. Obama tiene por delante un difícil empeño cuyo liderazgo solo él está en condiciones de asumir, por más que haya intentado evitarlo.