Cuando falta menos de un mes para el aniversario de los ataques terroristas de Hamás y del inicio de la brutal, desproporcionada y genocida respuesta del Estado de Israel, que desde entonces ha lanzado casi 80.000 toneladas de explosivos -equivalente a más de cuatro bombas atómicas como la de Hiroshima- sobre la Franja de Gaza, la cifra oficial de víctimas mortales ya llega a 41.118 palestinos asesinados, el 70% de ellos mujeres y niños, junto a 95.125 heridos. ¿Son estas las cifras exactas de sangre y muerte?
Algunas voces -cínicamente prosionistas- ponen en duda estas cifras, alegando que las suministra el Ministerio de Sanidad del Gobierno de Gaza, gestionado por Hamás, y que por tanto están bajo sospecha de sobre dimensión.
Pero si los números de muerte en Gaza son imprecisos, no lo son por exceso, sino por defecto. Porque conviene recordar que los 41.118 asesinados sólo incluyen los muertos certificados y contabilizados, y no incluyen los más de 10.000 cuerpos destrozados y sin vida que hay debajo del mar de ruinas -de los 40 millones de toneladas de escombros- en que las bombas israelíes han convertido toda la Franja. Más del 60% de las viviendas o infraestructuras de Gaza están dañadas o destruidas.
Conviene recordar también que si quien aprieta el gatillo y alienta la matanza en Gaza es el Ejército israelí a las órdenes del gobierno Netanyahu -el más asesino, fanático y ultraderechista de la historia de Israel-, es la superpotencia norteamericana quien les rellena el cargador. Washington no es cómplice, sino coautor de este genocidio.
En mitad de agosto, la administración Biden aprobaba la venta a Tel Aviv de un nuevo paquete de armamento y munición por valor de 20.000 millones de dólares, incluyendo 50 aviones de combate F-15. Cada misil que impacta sobre cada hospital en Gaza lleva el sello ‘made in USA’.
Esta es la marca de la bomba de una tonelada con la que Israel acaba de perpetrar otra nueva matanza de récord en el campo de refugiados improvisado de al-Mawasi, cerca de la playa de la ciudad de Jan Yunis, dejando un cráter de decenas de metros y cerca de cien muertos.
Las imágenes y los testigos citados por las agencias de noticias o televisiones como Al Jazeera retrataban una escena de auténtico horror: cuerpos sin vida, algunos desmembrados, de niños, mujeres y hombres, mientras los equipos de rescate trataban de sacar muertos sepultados bajo toneladas de arena.
Este horror no es ninguna novedad. A lo largo de once meses de genocidio, Israel está usando de manera cotidiana bombas de alta potencia en zonas densamente pobladas, algo que a todas luces es un abyecto crimen de guerra, uno más de los cientos de miles -sobradamente documentados- que están perpetrando los soldados israelíes contra la indefensa población civil gazatí.
Crímenes impunes. Porque EEUU no sólo suministra a los verdugos israelíes miles de toneladas de armamento y munición, sino algo mucho más duro: el más impenetrable blindaje político y diplomático.