Como todos sabéis había recibido el premio Cervantes pocos días antes, como culminación a una obra poética de altísimo valor estético, pero también de profunda hondura estoico-vitalista que lo convierte en sabio de lo humano, y cuya auctoritas en su existencialismo cargado de esperanzas ha calado hondo en sus lectores.
Tiene la obra de Brines el poder de venir ella misma hacia nosotros. No quiero decir que no vayamos a buscar en sus versos el poder ensoñador de la evocación o de la cura a nuestros desvelos, sino que, inesperadamente, ante la ventana, en un viaje en tren o en el coche, por decir lugares en que solemos estar en soledad, sin esperarlas sus palabras nos visitan, porque ha habido un después de ellas.
A veces, ese recuerdo de nosotros mismos leyendo por primera vez determinado poema, el efecto que nos causó y aún hoy sentirnos acompañados por aquella placentera sensación; concluir que la aridez, lo seco y áspero de la circunstancia, lo fue mucho menos y pensar entonces en la función terapéutica, en la utilidad personal y también pública de la poesía; esbozar una sonrisa que no abandona la seriedad.
Y, sobre todo, sentirnos protegidos. Cuidados. Queridos, en definitiva, por el poeta.
Esa calma interior que solo la gran poesía ofrece nos la trae nuestro reflejo en la humildad de ese protagonista poemático:
“él sabe que las tristezas son inútiles
y que es estéril la alegría”, (“Junto a la mesa…“, de Las Brasas)
Leí esto cuando tenía veinte años. Dejó en mi una huella indeleble.
Francisco Brines, en este su primer libro publicado en 1960 y premio Adonais en el 1959, nos ofrece un texto premonitorio de lo que será su obra posterior.
Es a mi modo de ver la primera prueba de una poesía que se caracteriza por su mirada serena hacia el mundo y donde se nos anuncia el tema fundamental que va a recorrer su obra: la tragedia del hombre en el tiempo. Desde una distancia que le otorga discreción y elegancia. En una neutralidad que le permite transitar por la alegría y la tristeza guardando para sí un secreto indescifrable. Como si nos dijera tomando las palabras de Heráclito: “aprende a hacerte el que eres”.
Le pide a las palabras solo lo que ellas le pueden dar. No exalta la voz, no se desliza por laderas que alteren su posición estática, su trágica indiferencia.
“Toco tu imagen
fría, la hiel del desamor, …
(“Reminiscencias” de Aún no.)
No se distingue en su obra la separación entre lo que es de los sentidos y lo que es de la inteligencia. Cuerpo y espíritu acuden juntos en este poeta amante de Grecia:
“Excelsas son las aptitudes de su cuerpo y su espíritu,
y harán de él un héroe de los griegos.”
(“En la República de Platón”, de Materia Narrativa inexacta)
El poema irrumpe cuando se ha gestado, nos dice: “Solamente escribo cuando siento una necesidad absoluta de desvelar una emoción que está ahí y que pide ser desentrañada” (de la entrevista “Ningún hombre es feliz”, una de las más largas concedidas por él, recogida en el libro Cenizas y Misterio de Alejandro Duque Amusco, reconocido estudioso de su obra, publicado recientemente por la editorial Renacimiento).
La escritura es entonces una llamada que se cumple, un designio de una voz que nos llama.
La obra a realizar exigía la vida que tuvo. De dedicación absoluta. En la libertad que otorga la entrega a una vocación que germina en él desde su infancia.
Recuerdo que lo visité junto a su sobrina la pintora Mariona Brines en 2011. Era por julio y Paco, como le gustaba que lo llamáramos, estaba en la terraza que daba del lado de levante de su casa de Elca, rodeado de dos enormes pilas de libros. Todos eran de poesía. Esto fue al inicio de la tarde. Volvimos horas después para saludarle y seguía allí con cierto aire de Lord Byron, leyendo con su habitual lupa.
Pensé que era alguien que sólo sabe pensar y sentir en versos y que su vida no tenía el significado de una renuncia sino el de un cumplimiento.
Es en El otoño de las rosas, calificado de “Libro de libros”, donde encontramos con serenidad el sabor de lo perdido cuando no la sed:
“Y todo pudo ser, pues fue vivido,
Y este rumor del tiempo que yo soy
Recuerda, como un sueño, que fue eterno”
(“La fabulosa eternidad”, en El otoño de las rosas)
Hechos de la misma materia que los sueños, destruidos por nuestra brevedad los hombres, todos en el mismo barco, en una sola dirección hacia el reino del vacío y la nada, pero aún así ante el asombro de estar vivos:
“ Y todo allí vivía: el mundo descubierto
y el ser, aquel asombro«
(“Los espacios de la infancia”, en La última costa)
En su último libro Francisco Brines inicia una lenta despedida:
“Adoré lo que el tacto tocó” (“La despedida de la carne” en La última costa). Sin duda fue consciente desde muy temprano de la caducidad de la vida y así lo desarrolló en sus temas principales: el amor que fue en el esplendor de los cuerpos, la decadencia en la inhóspita vejez: la muerte. El paso del tiempo en definitiva. La conciencia de que el ser humano no es alguien que muera, sino que en sí mismo es un ser-para-la muerte como escribió el filósofo Martin Heidegger.
Quiero despedir esta nota necrológica recordando estos versos de Las Brasas que vuelven, como decía antes, en este día triste:
Nunca nadie
sabrá cuándo murió, la cerradura
se irá cubriendo de un lejano polvo.