Desde hace ya demasiado tiempo, la política francesa descansa sobre un polvorín de profundo malestar social.
Una santabárbara de antagonismos sociales que no ha dejado de generar intensas explosiones de protesta en los últimos años: huelgas generales, estudiantiles, la Nuit Debóut, los chalecos amarillos, y hasta en parte el movimiento negacionista. Una explosiva situación que viene de lejos, y que hunde sus raíces en los permanentes ataques de la resabiada burguesía monopolista francesa contra muchos y muy diversos sectores sociales, desde obreros e inmigrantes, a funcionarios y estudiantes, pasando por la Francia rural y postergada.
Un malestar que la pandemia y las dificultades derivadas de la guerra de Ucrania -inflación, carestía de la vida- ha agravado y tensado más todavía.
Es justamente este malestar, que se expresa en un rechazo a los partidos políticos tradicionales, la que explica la debacle del anterior bipartidismo. Y también es el que- paradójicamente- explica el ascenso, en 2017, del propio Macron. Aunque ahora su base electoral sean los triunfadores urbanos, gente educada y cosmopolita que vive felizmente en el centro de ciudades, el propio Macron se las apañó en 2017 para aparecer como un gestor joven y talentoso – “ni de izquierdas, ni de derechas”- que llegaba para acometer una profunda renovación de la vieja y odiosa política francesa. Por increíble que parezca (venía de la ultra elitista Escuela Nacional de Administración (ENA), había trabajado en la Banca Rothschild, y había sido el ministro de economía de François Hollande y artífice de sus contestadas reformas laborales- hubieron más de 8 millones de franceses que lo creyeron, permitiéndole llegar a la segunda vuelta. Luego, el profundo rechazo a la Le Pen, hicieron que llegara al Elíseo.
Si hay un país donde se vota «en contra» a un candidato -aún más que en España- ese país es Francia. De la misma manera que la mayor parte de la gente que votó a Macron en 2017 lo hizo para impedir que una opción ultraderechista llegara al Elíseo, la mayor parte de la gente que vota a Le Pen no lo hace porque sea de extrema derecha, por su veneno antinmigración, sino para expresar su profundo malestar con un sistema social que les ningunea y les saquea permanentemente, contra una burguesía monopolista francesa de la que Macron -una figura elitista y altiva, evidente servidor de los más ricos- es su más puro representante.
Este profundo malestar -que se ha expresado en estos años en continuas y explosivas movilizaciones, desde grandes huelgas a los chalecos amarillos- se ha canalizado ahora en dos vectores: la extrema derecha (Le Pen y Zemmour) y la izquierda más alternativa (no sólo Mélenchon, sino Los Verdes y toda una serie de partidos comunistas y trotskistas). Estas dos formas de expresarse, a pesar de tener programas e ideologías frontalmente contarías, no están incomunicadas: diversos sondeos indican que una cuarta parte de los votantes de la Francia Insumisa podrían optar por Le Pen -por pura iconoclastia y ganas de ver arderlo todo- en la segunda vuelta.
La clave de que ese profundo malestar de las clases populares se transforme en energía para el cambio revolucionario, y no se vaya por el desagüe de la demagogia y la agitación ultra, está en la organización y la conciencia (de clase). La izquierda francesa tiene ante sí una enorme tarea.
Muchos piensan que en una segunda vuelta de Macron contra Le Pen, la segunda no tiene oportunidades. Ante el peligro que para los centros de poder, supone la victoria de la ultraderechista, se van a poner en tensión muchos y muy poderosos mecanismos para mantener al enarca en el Elíseo.
Pero nadie debería dar por resuelta la situación. Nadie debería subestimar el peligro de un polvorín a punto de estallar.