La ley de Murphy se ha convertido en elemento transversal de la política griega. Si algo puede ir mal, tengan por seguro que irá mal. Ha vuelto a ocurrir hoy mismo cuando el candidato a presidente del país propuesto por el actual primer ministro no ha obtenido los votos necesarios para su nombramiento, lo que obliga a la convocatoria de unas elecciones anticipadas en las que la izquierda radical tiene todas las de ganar. Se abre de esta manera un incierto futuro legislativo de imprevisibles consecuencias económicas que pondrá a prueba el famoso “whatever it takes” de Mario Draghi.
Sin embargo, Grecia es tan sólo primer enfermo importante del desencanto que afecta a buena parte de las democracias europeas y que es consecuencia de dos factores comunes a ellas: el desapego de los representados frente a sus representantes y la polarización social. Así, puesto que todos mienten, el voto de la esperanza se impone al de la experiencia, por más que aquella se construya sobre pilares imposibles; como la mejora estadística apenas toca el bolsillo del ciudadano medio, que ve con estupor una bonanza financiera que le es ajena, la apuesta por los justicieros sociales se ve reforzada hasta niveles insospechados, aun a sabiendas de que el castigo a la riqueza no es la solución.
Desencanto a desencanto, promesa vana sobre promesa vana se van consolidando toda suerte de populismos, desde los nacionalistas del norte del continente a los bolivarianos del sur, unidos ambos por su deseo a priori de romper con el statu quo y la legalidad vigente en aras de un futuro que no pueden garantizar que sea mejor. Poco le importa a la hastiada ciudadanía, incapaz de valorar sus consecuencias.
En 2015 hay elecciones parlamentarias en Dinamarca, Finlandia, Polonia, Portugal, Reino Unido y España, amén de la recién añadida Grecia.
Parece inevitable que el que viene será un año de sobresaltos en los que dos tipos de fuerzas centrífugas van a actuar sobre el proyecto único: la de aquellos que cuestionan los principios sobre los que se construyó en su día y la de los que piensan que el futuro es más brillante para su propio estado fuera de él. Aunque será difícil que sus defensores ocupen posiciones dominantes de gobierno y cabe pensar que, de hacerlo, la realidad se impondrá sobre muchas de sus absurdas pretensiones, en tanto se ve su poderío e intenciones la suerte de Europa estará en el aire y, con ella, la consolidación de los tímidos avances económicos y financieros de muchos de sus miembros en los últimos años. España no será inmune.
Con un riesgo ex ante adicional. La amenaza de un cambio sustancial del panorama político puede provocar que los partidos tradicionales caigan en la tentación de acercar sus programas a los de las fuerzas más extremas, en la falsa creencia de que es ahí donde está el problema y que el votante va a preferir el sucedáneo frente al original. Supondría cavar su propia tumba. Necesitan regenerarse, no mimetizarse. Coaligarse, aunque sea ya tarde, y no apartarse. Su renuncia al centrismo generaría innecesarias dosis de incertidumbre adicional en muchas naciones que aún funcionan en precario. Esperemos que no sean tan tácticos.
Ante la falta de liderazgo que caracteriza al Viejo Continente, todas las miradas volverán a fijarse en un banco central llamado a solucionar cualquier problema. Nuevas batallas del BCE con la ortodoxia germana, con los intereses de la City y con la disciplina fiscal están servidas en el ejercicio que está a punto de comenzar. No le arriendo la ganancia a su gobernador. Al final del día, Grecia puede ser el menor de los problemas que tenga que afrontar. Como señala el antiguo ministro de Asuntos Exteriores alemán Joschka Fischer en esta interesante columna navideña de Project Syndicate, make-or-break es la disyuntiva a la que se enfrenta la región. Por si acaso, abróchense los cinturones. Se avecinan turbulencias.