Un año después de la elección de Trump, y de que el nuevo Emperador declarara su entusiamo por el Brexit y su particular «guerra» a la UE y a su motor, Alemania, ¿cuál es la situación que vive el Viejo Continente? ¿Está Europa abocada a que sus contradicciones internas, azuzadas por sus enemigos externos, acaben desintegrándola y devorándola? ¿O será capaz de resolver uno a uno los crecientes desafíos?
Hace apenas unos meses la situación de la UE parecía prácticamente desesperada: el demoledor golpe del Brexit parecía haber abierto una brecha fatal en la arquitectura de Europa que Trump aplaudía con alboroto desde la Casa Blanca; en Francia se vivía un momento de pesadilla con el ascenso imparable del Frente Nacional; en la Europa del Este, amén de la presión rusa sobre Ucrania, los viejos países de la antigua Europa del Este iban siendo ganados uno a a uno (Hungría, Pononia, Chequia…) por gobernantes xenófobos y escasamente europeístas; el independentismo catalán ponía en jaque a España, alentaba una espiral disgregadora en toda Europa y, jaleado por los medios rusos especializados en la nueva «guerra de guerrillas» en internet, llevaban a la UE ante un verdadero reto de «ser o no ser»; y, para colmo, Alemania, el pilar más firme de la UE, se tambaleaba perdiendo su valor más preciado, la estabilidad política: la entrada del populista AfD y la caída de la CDU y del SPD, obstaculizaban por primera vez desde 1945 la creación de un gobierno estable en Alemania. Europa estaba, verdaderamente, pendiente de un hilo.
¿Cúal ha sido la evolución de todas esas contradicciones en estos últimos meses?
La UE ha conseguido por el momento neutralizar y paralizar el efecto disgregador del Brexit. Ningún país de la UE (ni siquiera Polonia, que no cesa de airear sus desavencias con Bruselas y está incluso a punto de perder su derecho de voto en la Unión como castigo a su reiterada desobediencia) ha decidido seguir el camino de Reino Unido, ni aprovechar esa brecha; por el contrario, después de un año de tensas negociaciones, de luchas intestinas y de duros enfrentamientos internos, parece que las dudas asaltan más bien al otro lado. En un momento de enorme debilidad del gobierno conservador de May (que perdió respaldo social en unas elecciones anticipadas convocadas exactamente para lo contrario: para fortalecer su posición y fortalecer el Brexit), no son pocas las voces que se alzan para «repetir el referéndum». Incluso el antiguo líder del UKIP (partido por la independencia de GB y máximo instigador del Brexit), Farage, ha salido a la palestra para pedir un nuevo referéndum, para «demostrar el respaldo británico al Brexit». En todo caso, la pelota ya no está tanto en el lado de la UE, que ha respondido con firmeza y unidad al desafío británico, sino al otro lado del canal de la Mancha, donde la división actual hace imposible prever si en los próximos meses Londres alcanzará un acuerdo final con la UE, optará por el Brexit «más duro» (irse sin ningún acuerdo) o si incluso asistiremos a un nuevo referéndum.
Por lo que respecta a la complicada y desasosegante situación de Francia, el desafío se resolvió de la forma más favorable a Europa. Macron obtuvo una victoria, nada brillante por cierto, ante Marine Le Pen y el Frente Nacional (66% frente a 34%; años antes Chirac había derrotado al padre por 81% frente el 19%), pero abortaba de momento la desestabilización total de Francia y de Europa, y además lo hacía con el programa más europeísta que ha tenido Francia en los últimos años. Sabedor de que el país solo puede recuperar fuelle y presencia reequilibrando políticamente la situación con Alemania y restableciendo el viejo eje franco-alemán como motor de la UE, Macron llegó al Eliseo con un programa muy avanzado de reformas económicas liberalizadoras e integración europea. Ese programa, que en principio parecía muy poco realizable, casi un brindis al sol, dada la previsible contestación obrera y popular en el interior y la posición hegemónica indiscutible lograda por Alemania en la UE, ha visto allanado su camino por una conjunción casi «milagrosa» de factores: primero, la respuesta obrera y popular a sus reformas económicas fue tan inesperadamente débil, que Macron no ha tenido problemas para aprobar medidas que otros gobernantes anteriores no lograron llevar a cabo ante la magnitud de las huelgas y los movimientos de protesta que suscitaron. Nadie se explica por qué Macron está gozando de una insólita «paz social». Y, por el otro lado, una hasta entonces pletórica Alemania resbalaba de pronto con una inesperada piel de plátano y se metía en el cenagoso pantano de la inestabilidad política. Unas elecciones preparadas para ser la consagración de Merkel, acababan como el rosario de la aurora, con un partido de ultraderecha convertido en tercera fuerza electoral, un retroceso espectacular de los partidos tradicionales (de derecha e izquierda) y una aritmética parlamentaria muy complicada para formar un gobierno estable. De hecho, tres meses después de las elecciones, Alemania aún no lo tiene. Así pues, interna y externamente, Macron se ha encontrado de pronto con las mejores condiciones posibles para hacer realidad su proyecto e, incluso estos días, se presenta ante la opinión europea como el «nuevo salvador de la UE», eso sí, «con la colaboración de Alemania». No obstante, y aunque Francia parece haber dejado de ser un problema para Europa, no hay que dejarse engañar completamente por el espejismo: las contradicciones internas del país son tan agudas, que pueden estallar en cualquier momento y hacer añicos la «buena estrella» de Macron.
Donde la situación sigue dando signos inquietantes en los últimos meses es en el este europeo. Los países del llamado «grupo de Visegrado» (formado por Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia) han continuado abriendo su foso con respecto a la política y las directrices de Bruselas, sobre todo en el terreno de la inmigración. El grupo se ha reforzado tras las recientes elecciones en Chequia, donde se ha impuesto Andrej Babis, el segundo hombre más rico del país y a quien se le ha comparado, por sus políticas populistas, con el magnate Donald Trump. Su formación se presentó a las elecciones como un partido “antipolítico” que tiene por bandera «la lucha contra la corrupción, contra los inmigrantes, el euro y el resto de partidos». Por su parte, el primer ministro húngaro, el ultraconservador Viktor Orban, aseguraba, en una entrevista publicada hace unos días por diario alemán Bild, que su Gobierno y él no ven a los musulmanes que llegan huyendo a Europa «como refugiados sino como invasores». Mientras tanto, el primer ministro de Polonia, Mateusz Morawiecki, quien asumió el cargo el pasado diciembre, ha llevado a cabo una profunda remodelación de su Gobierno con cambios en las principales carteras, incluidas Exteriores y Defensa, en un movimiento que parece buscar un acercamiento a la Unión Europea, después de que el anterior gobierno de la primera ministra Beata Szydlo, del ala más dura del partido Ley y Justicia (que tiene la mayoría absoluta en el parlamento) protagonizara duros enfrentamientos con Bruselas, que le han valido una amenaza de dejar a Polonia sin derecho de voto si llevaba a cabo una reforma del sistema judicial polaco que dejaba en manos del partido gobernante en control completo de la justicia. Si bien ninguno de estos países aboga claramente por romper con Bruselas y dar un portazo a la UE, y tampoco son un lobby muy poderoso, constituyen un quebradero de cabeza permanente para la UE, que sin duda se ha visto muy aliviada tras el cambio de gobierno en Polonia.
En cuanto al desafío separatista catalán, y la amenaza de que el cáncer independentista se apoderase de Europa generando por doquier reclamaciones de separación, la UE se ha mostrado con una contundencia, unidad y firmeza rotundas. Ni un solo estado europeo respaldó la declaración unilateral de independencia de Catalunya ni reconoció a la non-nata República catalana, dejando a Puigdemont y a los suyos en el más absoluto vacío. El intento de la Generalitat de convertir la crisis catalana en una crisis europea no llegó a producirse plenamente. Y la oleada de reclamaciones se ha contenido, de momento. Y aunque la crisis aún no se ha zanjado, y los resultados electorales del 21-D han dejado una situación política muy complicada en Cataluña, parece difícil que la nueva situación desencadene una nueva crisis de las dimensiones de la anterior. El problema seguirá activo, pero más enquistado, a la espera de una nueva coyuntura favorable para reaparecer o a su muerte por consunción.
Y en cuanto a la crisis más inesperada, la del gobierno alemán, parece que al final se ha impuesto «a la fuerza» la opción que más le interesa a la burguesía monopolista alemana: la reedición de la Grosse Koalition, la gran coalición de demoscristianos y socialdemocratas que lleva 8 años gobernando Alemania. Aunque esos años han sumido a las dos fuerzas políticas en una crisis de credibilidad cada vez mayor (entre ambos partidos han perdido casi 5 millones de votos), la aritmética parlamentaria no dejaba ninguna otra posibilidad, después de que Merkel fracasara en su intento de formar una alianza inédita con Los Verdes y el Partido Liberal, y ante la convicción colectiva de que no conviene ir ahora a una repetición de las elecciones, que seguramente solo beneficiaria a la ultraderechista AfD. Pese a la oposición de las Juventudes de la socialdemoctacia y algunos altos dirigentes del SPD, al final han prevalecido los intereses de clase y de Estado, y se reeditará la coalición bajo la dirección de una Merkel más débil, más cuestionada en su partido y en la sociedad.
En todo caso, esta solución ha sido aplaudida en Bruselas y en París, donde el acuerdo se valora como un paso decisivo para la reedición del eje franco-alemás y la revitalización de los proyectos de la UE.
La UE habría salvado así, en estos meses decisivos, una serie de obstáculos y retos que la han llevado al borde del abismo. Pero de ahí a poder «cantar victoria» aún queda mucho trecho. Sí, se ha evitado que el ejemplo del Brexit cunda, que incluso Reino Unido dude de su decisión, que Francia caiga en el agujero del Frente Nacional, que el Este se levante en pleno contra Bruselas, que la crisis catalana rompa todas las costuras de Europa y que Alemania se hunda en el desgobierno. Todo eso podría interpretarse como una respuesta exitosa de la UE a los ataques de sus enemigos internos y externos. Pero de ahí a extender las conclusiones más, hay que ir con mucha prudencia. Todos esos éxitos siguen pendiendo de un hilo. Y, en todo caso, no garantizan, por el momento, más que evitar el desastre. Transformarlos en pasos adelante es otro reto no menor. Un reto que habrán de afrontar ahora, cuando el mundo de Trump, de Putin y cía. exige algo más que buenas intenciones y buenas palabras. Y lo exige ya.
Las ingentes fuerzas que dentro y fuera de la UE apuestan por hacer descarrilar el proyecto no van a cesar en sus intentos de conseguirlo. En el horizonte ya están las elecciones italianas, otro reto para el futuro de Europa. La reaparición de Silvio Berlusconi en alianza con la Liga Norte (uno de cuyos dirigentes acaba de declarar que su programa planteará la defensa de «la raza blanca»), y a la que las encuestas dan ciertas posibilidades de éxito, pone al desnudo que la UE aún tendrá que llevar a cabo luchas muy duras y difíciles para garantizar su existencia. Batallas que no solo tendrán que ser «defensivas», sino también «ofensivas», si realmente quiere plantearse ocupar un lugar en la mesa de los grandes o bien esperar a ser un manjar que se reparte en la mesa de otros.