La reciente cumbre de Malta de la UE ha puesto en evidencia que Europa carece por el momento de una estrategia y de una voz clara ante el vendaval tormentoso provocado por el cambio de línea en EEUU y las declaraciones de Trump en pro de la disgregación de Europa o sus ataques continuos a Alemania.
La onda tectónica de la investidura de Trump ha abierto las líneas de fractura en la UE, amenazando con un desgarro aún mayor de sus frágiles y sufridas costuras. Casi al mismo tiempo que la premier británica Theresa May anunciaba «un Brexit duro», con una salida completa de la UE, Donald Trump lo celebraba calurosamente y anunciaba la voluntad de llegar rápidamente a un acuerdo comercial anglo-norteamericano. El nuevo presidente norteamericano llamaba a la UE «básicamente un vehículo alemán” y vaticinaba que “otros países se irán también”. Yendo aún más lejos en sus ataques, uno de sus consejeros afirmaba que «Alemania explota a Europa» (e incluso a EEUU) y atacaba abiertamente a la canciller alemana, Angela Merkel, por su «desastrosa política migratoria».
Aún es imposible saber hasta qué grado y a qué ritmos, pero lo que sí se puede afirmar ya es que la nueva línea Trump apuesta por potenciar las fracturas y la desintegración europeas.
En el nuevo diseño político de la superpotencia que anuncia la era Trump, la UE lleva todas las de perder. Las necesidades de EEUU imponen que Washington se tenga que concentrar imperiosamente en la contención de China y en el área Asia-Pacífico, dejando a Europa en un lugar cada vez más secundario en el panorama mundial. Si la línea Obama hizo de Europa -y sobre todo de su virrey alemán- el aliado preferente de su sistema de alianzas, el nuevo inquilino de la Casa Blanca parece buscar la «laminación» europea, creando las condiciones para que una UE más débil y desestructurada ofrezca menos resistencia y pueda ser sometida más intensamente a los dictados norteamericanos.
Como candidato, Trump ya dio sobradas pistas de sus intenciones hacia la UE, celebrando el resultado del referéndum del Brexit como “grandioso e histórico”. Ahora como presidente electo, Trump ha dejado claro que en el nuevo diseño de la geoestrategia americana, el peso específico de sus aliados de la UE se ha devaluado drásticamente: Europa juega un papel mucho más secundario. Por ello, cuanto más degradada y desunida esté la UE, mejor podrá ser sometida a los dictados de Washington.
La revista británica The Times ofrecía hace unos días las declaraciones del ex ministro británico de Justicia Michael Gove -un conocido partidario del Brexit-, que mantuvo una reunión con Trump. «La Unión Europea es básicamente un vehículo para Alemania», aseguró Trump a Gove. «Por eso pienso que el Reino Unido ha hecho bien en marcharse». En su opinión, los británicos han sido los primeros pero no los únicos: «Creo que otros se irán también».
Ante estos aires desestabilizadores que cruzan el Atlántico, las élites europeas -en especial Alemania- se revuelven inquietas, sin lograr un tono y una respuesta común: para unos, Trump es una amenaza (similar a Rusia o el ISIS) a la que hay que responder y con la que hay que enfrentarse cara a cara, mientras que para otros Europa debe afrontar el hecho de que, si bien sigue necesitando la colaboración de EEUU, tendrá que asumir ella sola algunos desafíos: EEUU ya no será ese aliado incondicional, sino a veces un rival incómodo y desestabilizador. Para los más «pragmáticos», como el español Rajoy, Europa debe evitar las críticas desaforadas a Trump y los enfrentamientos abiertos con la nueva administración americana, esperar a ver y tratar de proteger los intereses propios. Esta línea pragmática, de evitar el tono grueso, ha ganado la partida en Malta, pero está por ver qué respuesta recibe de Washington.
Y mientras las élites oficiales debaten estas formalidades, los partidos de la ultraderecha euroescéptica se frotan las manos. Sus principales líderes, reunidos en la localidad alemana de Coblenza, hicieron recientemente un acto de fuerza anti-UE ante la proximidad de las elecciones en Francia, Alemania y sobre todo Holanda, donde el xenófobo y antieuropeísta PVV de Geert Wilders va por delante en las encuestas. Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional francés, aseguró que tras el «Bréxit» y la victoria de Trump, «2017 será el año del despertar de los pueblos de la Europa continental».
Resulta cada vez más claro y evidente que entre las andanadas de Trump contra Alemania y el rechazo de estas fuerzas a la «hegemonía alemana» sobre Europa hay una sintonía y una confluencia cada vez mayor. Desde la nueva administración USA no deja de señalarse que Alemania es el principal problema de Europa, que la UE es un simple «vehículo» (una marioneta) de Alemania, que Alemania explota a Europa, que Alemania impone a la UE una política económica, financiera y comercial que solo favorece a sus intereses, etc. Estas manifestaciones conectan directamente con el sentir de esa parte cada vez mayor de europeos que, sobre todo en el norte y en centroeuropa, apoyan a los llamados partidos «populistas» de ultraderecha. Trump utiliza la misma retórica que ya le valió para ganarse a las clases blancas depauperadas y ganar las elecciones en EEUU. Como allí, Trump trata de explotar el descontento de los pueblos con la política de Alemania para intentar llevar adelante su política de desgarrar, desestabilizar, debilitar y disgregar Europa, para eliminar cualquier posibilidad de que se cree un contrapoder y para poder utilizarla más dócilmente al servicio de su nueva estrategia global.
Si tales amenazas son solo una forma de presión para doblegar a las élites europeas o si realmente los Estados Unidos de Trump se van a implicar en una operación global de desestabilización de Europa, ayudando a auparse a los gobiernos europeos a fuerzas como el Frente Nacional francés o a los holandeses del PVV, es algo que no vamos a tardar en ver. Lo cierto es que, tras el Brexit y la elección de Trump, ya no se puede asegurar que lo «imposible» no se va a hacer realidad. Al contrario. La vieja «lógica», que daba por hecho que al final todo se reconducía y nada cambiaba, se ha hecho añicos. El cambio radical de línea en la administración americana favorece, sin duda, que veamos cambios verdaderamente inesperados.
En este contexto, las elecciones holandesas, francesas y alemanas, van a ser un auténtico test. Y, como señalaba un medio europeo estos días, detrás de ellas en importancia va la cuestión del referéndum catalán. Cada uno de estos embates electorales se va a convertir en una batalla sin cuartel. Europa va a vivir los próximos meses como una verdadera olla a presión.
Lo que se dilucida en estas batallas es el ser o no ser de Europa. Y el papel que el viejo continente va a desempeñar en un mundo que se aboca a una confrontación de grandes potencias.
De pronto, la simple llegada de Trump ha hecho aflorar con toda nitidez la irrelevancia política y militar de Europa. La victoria de Trump ha empezado a poner a Europa frente a un espejo que le devuelve la imagen de un actor cada vez más marginal y depreciado en la escena internacional. Sin unidad política, con una unión económica al servicio de Berlín, Francfort y Bruselas y con una capacidad militar poco menos que nula, su peso en el mundo retrocede a la misma velocidad con que se aceleran los factores de su disgregación. El eje franco-alemán, en otros tiempos motor de la unidad y la integración, está hoy roto, y sin esperanza alguna de recomposición. Como ha señalado agudamente Rafael Poch, periodista y notorio conocedor de la geopolítica internacional: “la pareja franco-alemana está en pleno divorcio no reconocido. Francia en el papel de mujer maltratada y Alemania como macho dominante”. La brecha economica y de poder entre Francia y Alemania se ha hecho tan grande y obvia desde la reunificación, que al sueño de paridad francés le ha sustituido la pesadilla del abrazo del oso alemán. Ello ha despertado el temor y el resentimiento de una parte sustancial de la población francesa, que no ha dudado en echarse an manos del Frente Nacional, que en estos momentos acaricia la posibilidad de convertirse en el primer partido de Francia, si es que ya no lo es.
Similar recelo a Alemania se esconde detrás de las posturas del partido holandés PVV, que caso de triunfar en las elecciones holandesas podría seguir rápidamente el camino del Brexit y convocar un referéndum para que Holanda abandonara la UE.
Como es obvio, la reaparición de las rencillas nacionales y la creciente desunión de Europa tiene mucho que ver con el rechazo de los pueblos europeos al «dictak» impuesto por Alemania, sobre todo tras el estallido de la crisis de 2007. Mientras los distintos países y pueblos europeos tenían que abrocharse drásticamente el cinturón, hacer durísimos ajustes, llevar a cabo dolorosos recortes en sanidad, educación o pensiones, y soportar el empobrecimiento de su población y el debilitamiento se sus aparatos productivos, Alemania redoblaba el poder de su locomotora económica y adquiría una superioridad insultante, amparada y protegida además por la bendición de Washington, donde Obama había decretado el traspaso a Berlín de verdaderos poderes virreinales sobre Europa.
Esa política alemana, que en buena medida explica el Brexit, la ruptura del eje franco-alemán y el surgimiento de nuevas fuerzas europeas que ahora desafían el statu quo (fuerzas que en el norte y en centroeuropa tienen carácter xenófobo y racista, pero que en el sur son fuerzas populares, como el Movimiento 5 Estrellas en Italia, Podemos en España, Syriza en Grecia…), es ahora mismo el factor que Trump está tratando de explotar para promover su línea de debilitamiento, disgregación y ruptura de Europa.
De modo que si la UE quiere hacer frente realmente a la estrategia de Trump, y a la vez evitar su insignificancia, su marginalidad y su inopencia, debe comenzar por un cambio drástico en las reglas de juego de estos últimos años. Y ello comienza, ante todo, por un replanteamiento global de la política alemana, de su política comercial y financiera (Alemania no puede beneficiarse cada año de un superávit comercial de cientos de miles de millones de euros ni utilizar su poder para dictar la política que más le beneficia al BCE, ni imponer políticas draconianas de rescate, como las de Grecia, etc., exprimiendo a los países y mandando a los pueblos a la miseria). Si esas políticas no sufren un cambio, será difícil que las costuras de Europa soporten los embates de la situación.
Y el caso es que Alemania ni siquiera percibe la necesidad de ese cambio. Echa todos los balones fuera. Incluso hace el amago de presentarse como el último valladar de «la libertad» frente al asalto de la barbarie. E incluso en su interior aún florece una opción nacionalista que aspira a llevar las cosas aún más lejos: el partido Alternativa por Alemania (AfD) apuesta por empujar a Europa hacia una deriva de matriz luterana, deshaciéndose de la “carga” de los países meridionales y del este, convirtiéndolos en poco menos que protectorados de Berlín. Así las cosas, no es dramático afirmar que Europa camina hacia el abismo. Si Alemania quiere liderar Europa, tendrá que hacerlo de otra manera o el estallido está garantizado.
En todo caso, lo cierto es que la presión va a subir. Contemporizar con Washington, como se ha decidido en Malta, no va a servir de nada, ni va a apaciguar a la fiera. Ponerse de perfil, como pretende Rajoy, no va a impedir que te vean, ni que intenten laminarte. Hará falta algo más que esperar a ver lo que pasa. Aunque Europa está demasiado acostumbrada a no responder más que cuando está al borde del precipicio. Lo que quizá no sabe es que esa situación ya ha llegado.