En el 1-O de 2017, policía nacional y la guardia civil protagonizaron intolerables episodios violentos, en algunos puntos de votación del referéndum por la independencia. Un año después, son los policías autonómicos, bajo las órdenes de Torra, los que han cargado contra los manifestantes independentistas. El año pasado, Puigdemont era aclamado al enarbolar “el mandato del 1-O”, afirmando que conducía a la independencia. Ahora, su sucesor, Quim Torra, es abucheado por esos mismos independentistas que le recriminan “hacer política autonomista”.
En un año han pasado muchas cosas en Cataluña. Y lo que ahora estalla es la división entre unas bases independentistas que se creyeron el procés, y unas élites que las engañaron entonces para defender intereses que nada tienen que ver con “el derecho a decidir de Catalunya”.
Quim Torra, comenzó la jornada de conmemoración del 1-O dirigiéndose a los CDR (los Comités de Defensa de la República), las organizaciones dirigidas por las CUP que son punta de lanza del activismo independentista. Para decirles: “presionad, hacéis bien en presionar”. El único problema es que el conseller de interior de su gobierno acababa de ordenar una carga contra los mismos CDR que boicotearon una manifestación de sindicatos de la policía. Y tardó muy pocas horas en volver a ordenar cargas contra los miembros de los CDR que querían ocupar el parlament.
La división no podía ser mayor. Por eso el “tour de aclamaciones” que Torra tenía diseñado, en diversos actos del aniversario del 1-O, se convirtió en un calvario donde muchos independentistas le gritaban: “desobedecer [al Estado español] o dimitir”.
La contradicción es irresoluble. Los sectores más radicalizados del independentismo exigen que “el mandato del 1-O se haga efectivo”, y “se implemente la república catalana”. Pero Torra no puede, no está en condiciones, de desobedecer, de enfrentarse directamente con el Estado español.
El 2 de octubre se comprobó en el parlament de Cataluña. Se aprobó una resolución donde se rechazaba la suspensión, impuesta por el juez Llarena, de los diputados en prisión o huídos, entre ellos Puigdemont. Para a continuación aprobar que sean sustituidos al ejercer sus derechos como diputados. Desobediencia formal y acatamiento real de la resolución judicial.
Pero la división en el mundo independentista es más profunda. Algunos sectores de su bases quieren cruzar ciertos límites que sus élites, gente de orden, no permiten. Cuando la Assemblea Nacional Catalana propuso celebrar el 1-O con un paro de país, el conseller de industria de Torra lo vetó afirmando que “los problemas no se resuelven con huelgas”. Cuando miembros de los CDR se encadenaron ante la puerta de la bolsa barcelonesa o ocuparon algunas sedes bancarias, los analistas políticos de TV3 se echaban las manos a la cabeza: “eso no se hace”.
La portavoz del govern de Torra ha criticado la actuación de los CDR afirmando que “una cosa es apretar y otra ser violento”. Estas beatíficas palabras esconden la auténtica diferencia: Artadi representa los intereses del gran capital financiero, especialmente el norteamericano… y entre las bases independentistas o en partidos como la CUP hay una parte de izquierdas que detesta.
Este 1-O, el de 2018, ha definido la realidad catalana. La de un gobierno que puede lanzar soflamas verbales pero que en los hechos está obligado a no emprender un desafío contra el Estado que le haría perder el control del presupuesto de la Generalitat. Y la de un mundo independentista donde sus bases deberían reflexionar sobre qué hacen de la mano de gente como Torra y Puigdemont, cuando su lugar está mucho más cerca de los que no ponen lazos amarillos pero se manifiestan por la defensa de las pensiones púbicas o contra los recortes en educación y sanidad.