“Las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar». Con estas jactancionsas y arrogantes palabras, el presidente norteamericano Donald Trump anunciaba su intención de iniciar un conflicto arancelario con sus principales socios comerciales. Días antes la administración estadounidense había decretado la imposición de aranceles del 25% a las importaciones de acero y del 10% a las de aluminio, causando la alarma de los principales exportadores a EEUU.
Los socios comerciales de EEUU -principalmente, los países del Segundo Mundo encuadrados en su campo de dominio- tras salir del estupor, no tardaron en poner el grito en el cielo. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, aseguró que Europa «no se quedará sentada sin hacer nada mientras nuestra industria es golpeada con medidas injustas que ponen en riesgo miles de empleos», y anunció que Bruselas ya tiene preparadas represalias proporcionadas. Alemania ha llamado a reaccionar de manera firme contra esta afrenta. Francia ha advertido que llamará a la UE a una respuesta coordinada y unilateral. El mayordomo inglés ha alzado una queja a Washington ante el significativo impacto que tienen estos aranceles en la economía británica .
Trump, especialista en el cuerpo a cuerpo y en las negociaciones agresivas, ha respondido redoblando la amenaza con un nuevo impuesto para los coches europeos. Y ha seguido subiendo el tono de su órdago. “EEUU tiene un déficit comercial anual de 800.000 millones de dólares por nuestros estúpidos acuerdos y políticas. Se ríen de lo tontos que nuestros líderes han sido. ¡Nunca más!”, ha tuiteado incendiario. «Por ejemplo, cuando estamos perdiendo 100.000 millones de dólares con un país y se hace el listo, dejamos de comercializar y ganamos a lo grande. ¡Es fácil!»
Además de la angustiada Europa, el resto de las potencias de segundo orden del campo de influencia norteamericana se revuelven intranquilas. Canadá, Corea del Sur o Australia han expresado su profundo temor. Japón ha preguntado si el anuncio de medidas proteccionistas también se le aplica a él. «Somos aliados», han dicho perplejos.
Todos los países del segundo mundo bajo la éjida norteamericana se han sentido golpeados. Sus intereses monopolistas, apartados con desdén. Sus acuerdos comerciales, ninguneados con desprecio. La enésima demostración de que EEUU, como única superpotencia y principal explotador del planeta, no tiene amigos, solo intereses. Y que está siempre dispuesto a cargar sobre sus vasallos sus propias dificultades económicas, aumentando de mil formas distintas la recaudación de tributos e impuestos imperiales.
Bajo el lema «America First», no es la primera medida proteccionista que Trump toma para defender lo que él considera nefastos acuerdos comerciales firmados durante la era Obama. Bajo sus soflamas incendiarias contra la globalización, Trump no intenta tanto una imposible vuelta al proteccionismo de finales del siglo XIX o al de los años 30 del XX, sino que intenta imponer unas nuevas reglas en el orden económico internacional que privilegien todavía más los intereses de EEUU frente al resto del mundo. Se trata de un proteccionismo selectivo, en una sola dirección, que pretende erigir barreras a que las mercancías extranjeras lleguen al mercado norteamericano, pero que busca que los mercados mundiales sigan siendo inundados por los productos estadounidenses.
Para la línea Trump, las relaciones comerciales de EEUU, extendidas por todo el mundo, no se reducen simplemente a un tema económico, sino a una cuestión que afecta de lleno a la seguridad nacional. Así lo afirma un informe del propio Departamento de Comercio, que alerta que el déficit comercial de EEUU -la diferencia entre lo que la economía importa y lo que exporta- se eleva ya a un total de 50.500 millones de dólares al mes, espoleado sobre todo por las crecientes compras al mayor rival geoestratégico de la superpotencia norteamericana: China.
La pérdida de peso económico en el mundo, frente al ascenso de otras potencias emergentes que ha traído consigo la expansión de la globalización, a pesar de los beneficos multimillonarios que ha traído para un amplio sector de la burguesía monopolista yanqui, debe ser frenado.
Pero, más allá de la arrogancia del inquilino de la Casa Blanca, que alaba la conveniencia de la guerra comercial y se jacta de la segura victoria de EEUU en ella… ¿está la superpotencia en condiciones de lanzarse a esa contienda, y sobre todo de ganarla?
Si se trata de golpear al abierto comercio mundial que beneficia a sus rivales, en especial a China, el vigoroso y emergente dragón asiático tiene bazas de sobra -en el terreno económico y comercial- para responder al desafío norteamericano. Por poner de muestra un botón, solo con que Pekín redujera como represalia sus compras de bonos del Tesoro estadounidenses -no digamos ya deshacerse de sus astronómicas reservas de dólares- tendría gravísimas consecuencias para los precios de los activos financieros de Wall Street.
Pero además, esta política no solo lleva a agudizar las contradicciones interimperialistas y a que Washington tenga que lesionar los intereses de sus aliados. Además, daña importantísimos intereses de amplios sectores de la clase dominante norteamericana, los más vinculados al comercio mundial.
Por eso, los desaires proteccionistas de Trump no solo han levantado la oposición de los Demócratas, partidarios de mantener los ejes de la política internacional y comercial de Obama, sino que han desatado una rebelión entre numerosos dirigentes del Partido Republicano. Paul Ryan, líder de los conservadores en el Congreso, ha pedido al presidente que de un paso atrás. “Estamos extremadamente preocupados por las consecuencias de una guerra comercial y urgimos a la Casa Blanca a que no avance con este plan. La reforma fiscal ha dinamizado la economía y no queremos que amenace sus ganancias”, ha dicho Ryan.
No pocos analistas y think tanks al servicio de la oligarquía financiera yanqui advierten de los riesgos, para una superpotencia con una base económica cada vez más comprometida, de meterse en una guerra comercial global. «Al carecer de ahorro interno y desear consumir y crecer para atraer el capital extranjero, EEUU debe importar ahorro excedente del exterior y manejar enormes déficits comerciales y de cuenta corriente», señala Stephen S. Roach, profesor en Yale y expresidente de Morgan Stanley (uno de los mayores bancos de inversión de Wall Street).
Dada la enorme rebaja de impuestos de Trump a bancos, monopolios y grandes fortunas -que hace que las arcas públicas dejen de recaudar 1,5 billones de dólares al año- los déficits presupuestarios de la superpotencia se dispararán hasta, como poco, el billón de dólares. «En este contexto, las políticas proteccionistas representan una seria amenaza para los ya abrumadores requerimientos de financiamiento externo de EEUU», vaticina Roach.
A pesar de su apariencia agresiva, intransigente y unilateral, y de la innegable capacidad que posee Washington para hacer que sus aliados y vasallos pierdan lo que gana robando, la política comercial «proteccionista» de Trump no es más que un síntoma más de la continua pérdida de peso y de la creciente incapacidad de la superpotencia para ejercer el liderazgo internacional absoluto del que hasta hace no mucho se reclamaba. Un signo más del inexorable ocaso imperial.