He tenido la sorprendente oportunidad de vivir el 9-N en Cataluña, participando en un programa de la TV-3 de tanta solera como es 30 minuts. Estuve en el acto que cerraba la campaña proconsulta; dialogué en el Ateneo de Barcelona con Santiago Vidal, el magistrado que ha estado a punto de ser expedientado por el Consejo del Poder Judicial a raíz de su participación en la elaboración del proyecto de Constitución catalana (por fortuna no lo fue, del mismo modo que finalmente la Universidad de Girona no retiró el doctorado honoris causa a la magistrada Encarna Roca); asistí al acto de participación ciudadana en Barcelona, Berga y Rubí. En definitiva, pude escuchar a muchas personas, la mayoría de orientación independentista.
Para un profesor de Derecho Constitucional de la Castilla más vieja como yo, ha sido una experiencia estimulante, pero al mismo tiempo difícil, ya que siendo partidario sin ambages de la unidad de España (me gusta el refrán catalán “cuantos más seamos, más reiremos”), he podido comprobar en directo la creciente desafección del sentido nacional español de muchas personas en aquellas latitudes. Evidentemente, mis sensaciones personales no tienen valor sociológico alguno. Tampoco mi misión en el programa era convencer a nadie de nada, entre otras razones, porque las ideas se tienen pero en las creencias se está y el nacionalismo (el propio y el ajeno) es una de las creencias más difíciles de modular o limitar con argumentos. He participado en el programa por curiosidad (que es la lujuria del pensamiento) y para intentar comprender mejor qué está sucediendo en Cataluña.
Pues bien, mi impresión fundamental es que para poder enfocar adecuadamente el denominado proceso catalán es preciso distinguir, lo que no es frecuente, tres planos diferentes de análisis, aunque relacionados entre sí. Estos planos son el social, el político y el jurídico. De este último ya me he ocupado en otros momentos así que me detendré en los dos primeros.
El primero es el social. Lo más importante de todo este proceso es el significativo y creciente número de personas que, con diferentes edades, preferencias políticas y trayectorias personales, están uniéndose a la causa independentista. No se puede minimizar fuera de Cataluña el impresionante esfuerzo organizativo de la consulta realizada, que es fruto de la musculosa sociedad civil catalana. Tampoco se puede obviar la participación sostenida, desinteresada, incluso alegre, de tantas miles de personas. Un gran número de ellas está viviendo ahora mismo un momento de enorme ilusión política, comparable tan solo al de la Transición.
No ignoro que numerosas personas han intentado superar en el momento de la votación viejas frustraciones históricas (independentistas clásicos y republicanos), pero quizá sean más las que han querido expresar con ese gesto, hacia el futuro, su deseo de hacer otra política diferente a la tradicional, que se juzga cínica y corrupta. En este sentido, el 9-N se emparenta con el mismo deseo que explica el fenómeno de Podemos. La ilusión política que muchos catalanes han vivido está tejida, a mi juicio, de interpretaciones históricas tergiversadas (el valor de 1714 como precedente, por ejemplo), y opiniones sobre cómo hacer política un tanto naif. Se vive, en cierta medida, un momento adanista, de invención, y en general el independentismo se presenta en su modalidad más buenista (como si la independencia de una parte del territorio no fuera, objetivamente, el acto político más radical y agresivo).
En Cataluña se respira política; el proceso se vive obsesivamente. Hay un estallido de conversaciones, un deseo de participar y de ser escuchado. Quizá sea, en este sentido, un laboratorio de experiencias de probable generalización, tras décadas de un sistema constitucional que desconfía de los instrumentos de participación ciudadana.
Muchos catalanes creen que la independencia arreglaría todos los problemas. Me ha parecido percibir, por eso, que la independencia es el opio (para una parte) del pueblo catalán. Impresiona, particularmente, la falta de afecto hacia lo español de algunos jóvenes con los que hablé. Todo esto es algo que hay que afrontar porque, en realidad, la munición ideológica de mayor calibre del independentismo es la identificación de lo español con el Gobierno central de turno, con “Madrid”. Si esto fuera así, yo también querría a menudo independizarme a título personal de España, sintiéndome, no sé por qué, español hasta la médula. El llamativo movimiento social pro-independencia tiene un componente no desdeñable de enfado con el Gobierno estatal, considera que no es respetado por este, pero también cuenta con elementos de psicología social más gratificantes, como el orgullo de haber sido capaces de crear un entramado social de esta magnitud y por supuesto, el sentimiento de fraternidad política derivado de lo anterior. Cuando sus líderes hablan del éxito del proceso creo que apuntan precisamente a eso. Y tienen razón: es un éxito para ellos.
Si esto es así, con sus luces y sombras, algo que tiene que cuidar quien esté en el Gobierno central es el respeto a las cientos de miles de personas que mantienen esta postura. Cada vez que no se hace, crece geométricamente el número de independentistas. Se falta el respeto, en mi opinión, cuando se ignora como interlocutores a todas esas personas, a las que se da políticamente por perdidas e incluso hostiles. No existe un derecho a la autoderminación en el ordenamiento jurídico interno, y desde luego no es, en contra de lo que afirma el presidente Mas, un derecho natural. No se puede tolerar la vulneración del marco legal, aunque creo que finalmente la celebración del 9-N no es la que quería ninguna de las partes, pero puede ser aceptada por todas. Un referéndum de autodeterminación tendría, además, el efecto no simplemente de conocer la voluntad del sujeto político catalán, sino sobre todo, la de reconocerlo jurídicamente, una especie de soberanía durmiente, esto es un paso decisivo. Pero lo que no debe hacerse es, creo, abordar este asunto desde la clave político-partidista, ignorando las claves sociales. El presidente del Gobierno de España es también el presidente de esos catalanes que quieren independizarse. De ahí que no sea suficiente el mensaje político dirigido a la élite política catalana y el recordatorio ritual de la invalidez jurídica de todo el proceso. Este no es un problema de diálogo entre caciques de tribus. El Gobierno central debe aspirar a convencer socialmente, y no solo a vencer política y jurídicamente.
Porque no hay un soufflé catalán a punto de desinflarse, como se dice cuando se quiere minimizar la cuestión, sino que el creciente arraigo social de las ideas independentistas evoca más bien a un bizcocho compacto de cierto grosor y densidad que no va a reducirse. Se equivocan quienes leen los resultados del 9-N interpretando que solo un tercio de los catalanes quiere la independencia. Esa cifra no es el techo electoral, es su suelo electoral: irá creciendo si no se actúa con más inteligencia que la exhibida hasta el momento.
Muchos actores políticos en Madrid y en Barcelona han venido haciendo muy mal las cosas desde hace tiempo (por cierto con escasas autocríticas). No han sabido leer las claves de evolución de la sociedad catalana, no han sabido ni querido argumentar a favor de la unidad del Estado. Carecemos todavía de datos más o menos objetivos e imparciales sobre el impacto social, económico y político de una eventual independencia. Se ha venido optando por la solución más fácil, más pobre y más equivocada: el lenguaje oficial y burocrático, que hay que tener en cuenta, pero que no será el que arregle este entuerto. Ni siquiera se ha logrado insinuar alguna salida creíble a este fenomenal atasco en el que estamos, en el marco de una reforma a fondo de la Constitución que nos dé estabilidad para una buena decena de años.
En todo el proceso catalán solo ha intentado argumentar o persuadir políticamente una de las partes, mientras que la otra ha sido incapaz de comprender por qué un número creciente de catalanes está abrazando la causa independentista. Frente a esto, solo han ido echando balones fuera y culpando de todos los males al resto de fuerzas políticas. Como si la cuestión catalana fuera solo un problema político partidista y no social. Hay riesgo de victoria de la tesis de la independencia por incomparecencia irrespetuosa del adversario.