En la segunda vuelta de las elecciones presidenciales celebradas el domingo 14 de diciembre, los chilenos debían optar entre dos caminos antagónicos. El de la candidata progresista -la comunista Jeannette Jara, ministra y continuadora del gobierno de Gabriel Boric- y el del ultraderechista José Antonio Kast, abierto defensor del legado de la sangrienta dictadura fascista de Pinochet, y claramente alineado con las políticas ultrareaccionarias del trumpismo.
El veredicto de las urnas ha sido inapelable. Kast ha ganado las elecciones en Chile con más del 58% de los votos, con más de 16 puntos de ventaja sobre Jara, abogada de 51 años, que ha alcanzado un 41,8%.
Desde los años 90, Chile había tenido diversos gobiernos conservadores, pero siempre mantuvieron (formalmente) cierta distancia con el pasado pinochetista. Kast se convierte así en el primer ultraderechista -abiertamente defensor del brutal régimen que asaltó el poder en el golpe de Estado de 1973- en llegar al Palacio de la Moneda desde el fin de la dictadura.
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Se han cumplido los pronósticos. Aunque en la primera vuelta, la izquierdista Jeannette Jara fue la opción más votada (26,85%), la escasa distancia con Kast (23,9%) y sobre todo el hecho de que los votos de otras opciones reaccionarias -Johannes Kaiser, otro ultraderechista emulador de Milei, que obtuvo el 13,9%, y la representante de la derecha tradicional Evelyn Matthei, que sacó el 12,4%- fueran muy probablemente para Kast, hacía preveer un triunfo del ultra en la segunda vuelta.
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Pinochet y Trump, los referentes de Kast
El ganador de las elecciones y próximo presidente de Chile es un ferviente defensor de la dictadura de Pinochet y con raíces familiares vinculadas al parido nazi. Su hermano Miguel fue el primer ministro civil a las órdenes de Augusto Pinochet. Su padre, Michael Kast (Alemania, 1924-Chile, 2014) militó en el partido nazi en la Segunda Guerra Mundial, como reveló una investigación de la agencia Associated Press (AP).
Para Kast la herencia de Pinochet no es una cosa del pasado. No tiene inconveniente en reivindicarla. En una entrevista llegó a afirmar que si Pinochet estuviera vivo, lo votaría. «No, yo no tengo por qué pedir perdón por reconocer la gran obra que hizo el gobierno militar», dijo en otra reciente entrevista.
Pero sobretodo, Kast es sobre todo y ante todo pronorteamericano y trumpista a pies juntillas. Junto a otros líderes de la ultraderecha latinoamericana y europea, como Bolsonaro, Milei, Abascal o Meloni, lleva años asistiendo a las reuniones de la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC)del partido republicano.
Además de con un discurso ultrareaccionario donde mantiene elementos propios de la extrema derecha chilena -la defensa de la dictadura de Pinochet, del nuevo impulso a las privatizaciones y a la defensa del modelo turbocapitalista, o un programa ultracatólico, con ataques a los derechos de las mujeres y el colectivo LGTBI- Kast ha ganado las elecciones apelando al voto del miedo, al «orden y la seguridad», haciendo un corta y pega del ponzoñoso discurso trumpista que vincula (sin prueba alguna) a la migración con la delincuencia.
Aunque Chile es uno de los países más seguros de su entorno, con una tasa de homicidios entre 5,5 y 6 por cada 100.000 habitantes (tres veces menor que la media sudamericana, de 15-20 por cada 100.000 habitantes), el hecho es que los índices de delitos violentos se han duplicado en los últimos diez años. Un hecho objetivo, que amplificado por los medios de comunicación sensacionalistas y por la propaganda de la extrema derecha, ha disparado la percepción sociológica de este problema.
A pesar de que Chile tiene una tasa de inmigración (8%) muy inferior a la de España (20%), a la de EEUU (15%) o a la del promedio de la UE (14%), y a pesar de que más del 82% de los trabajadores migrantes que viven en Chile (venezolanos, peruanos, colombianos…) están en situación regular, Kast ha logrado colar la demagógica, reaccionaria y trumpista idea que achaca el relativo aumento de la inseguridad a la inmigración.
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Los errores de la izquierda
En el otro lado de la ecuación, tenemos una izquierda que ha cosechado un magro resultado. Los 5,2 millones de votos (41,8%) de Jeannette Jara no sólo están muy lejos de los 7,2 millones de votos de Kast, sino que porcentualmente también distan 14 puntos (55,87%) de los que auparon a Boric al Palacio de la Moneda en 2021, canalizando el enorme torrente de energía de cambio y rebelión que comenzó en 2019, con las protestas contra la subida de los precios del transporte, algo que detonó el gigantesco malestar social ante el draconiano modelo neoliberal de Chile.
El gobierno de Boric llegó a la Moneda en 2022 con la consigna de «redistribuir la riqueza en Chile” y un programa político y legislativo tan transformador como ambicioso, que incluía desprivatizar el sistema de pensiones, junto a la sanidad y la educación.
Pero la oligarquía chilena y los centros de poder imperialistas -mediante las distintas derechas y sus medios de comunicación- se han opuesto ferozmente a este programa de cambio, bloqueando la promulgación de una nueva Constitución que desmonte un modelo económico y social que les permite la más salvaje explotación.
Por ello, el balance de los cuatro años de gobierno de Boric -bajo los que se ha juzgado a su sucesora, Jeannette Jara- ha sido muy contradictorio, con algunos avances para las clases trabajadoras pero también de reveses y decepciones. Chile mantiene importantes bolsas de desigualdad y cohesión social. Una realidad que explica en parte estos resultados, y la desmovilización de la mayoría que aupó en 2021 a la izquierda a la Moneda.
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Unas elecciones en el marco de la ofensiva trumpista sobre América Latina
Estos resultados son una muy mala noticia para Chile y para toda América Latina.
Pero más allá de los errores de la izquierda o de la demagogia de la ultraderecha, no se puede entender este resultado sin partir de la intervención «dura o blanda» de EEUU, en Chile y en todo el continente.
El giro a la (ultra)derecha de Chile es un golpe de mano del hegemonismo norteamericano, que a través de la linea Trump está lanzando una agresiva ofensiva en todo el continente, de diferentes formas: sobre Venezuela y Colombia, con la amenaza de la agresión militar directa; en Honduras, a través de lo que parece un pucherazo electoral; y en Chile (y antes en Bolivia o Argentina), a través de una jugosa financiación, apoyándose en sectores de la oligarquía criolla, y usando todos sus altavoces mediáticos para aupar a su candidato a la presidencia, en este caso a un ultraderechista defensor de los crímenes de Pinochet.
Sin embargo, además de lamentar este resultado que supone un duro revés para los intereses populares, debemos tomar perspectiva. La ofensiva de Trump en América Latina es peligrosa, y tienen sobrados instrumentos para dar zarpazos y hacer caer gobiernos de izquierdas, aprovechando sus propios errores. Pero esto se da en un contexto donde lo que avanza en el Continente Hispano es la lucha de los pueblos.
De manera zigzagueante, con victorias y derrotas, el poder del hegemonismo norteamericano se resiente en América Latina, y ya no es el patio trasero donde se impone de forma omnímoda la voluntad de Washington. Esta es la razón de la agresividad y de las formas extremadamente reaccionarias de Trump y de sus vicarios en cada país latinoamericano. No lo son porque vayan ganando, sino porque están retrocediendo.
Tras esta derrota en Chile vendrán otras batallas, y la lucha del pueblo chileno y del resto de pueblos iberoamericanos terminarán por derrumbar esta agresiva ofensiva del hegemonismo.
