El pasado 27 de enero -hace apenas una semana- fallecía en Massachussetts, a los 76 años, John Updike, verdadero coloso de las letras y uno de esos diez o doce grandes escritores norteamericanos que intentaron -en la segunda mitad del siglo XX- alcanzar el sueño de crear la «gran novela americana», esa crónica honda, veraz y omnicompensiva que sería capaz de dar cuenta de la verdadera naturaleza de la sociedad norteamericana, de sus cambios no sólo políticos o sociales, sino también culturales y morales, y serviría de antídoto para «curar» a esa sociedad de los desvaríos y pesadillas a que le inducía el despótico y destructor discurso del «sueño americano».
La singularidad de John Udike respecto a la pléyade de narradores norteamericanos de los que siempre vivió rodeado, es que él era el perfecto “wasp”. Philip Roth, Saul Bellow o Norman Mailer eran de origen judío. Carson McCullers, Flannery O´Connor o Truman Capote eran “sureños”. Otros eran de extracción europea, o negros… John Updike, en cambio, era un “wasp” de pura cepa: blanco, anglosajón, de lengua inglesa y familia protestante, criado en un suburbio de Pensilvania (por un padre que se quedó en paro durante la Gran Depresión y le inculcó a fuego el deber de trabajar duro para llegar lejos) y se educó en Harvard y Oxford.Esta “posición de partida” dio a Updike un conocimiento de primera mano de la interioridad de las clases medias americanas que, a la postre, sería el gran tema de su obra, su obsesión, el asunto al que daría una y mil vueltas a lo largo y ancho de una obra realmente prolífica: 27 novelas, 45 colecciones de relatos breves, libros de ensayos, crítica literaria y poesía.Updike fue un escritor torrencial. Un narrador con ambición de totalidad. Un perseguidor de ese gran sueño soterrado que ha estado moviendo, como un motor invisible pero activo, el anhelo y la voluntad de tantos grandes narradores norteamericanos del siglo XX: levantar la “gran obra”, la “gran novela americana”. Un “todo” narrativo capaz de apresar una realidad en perpetua mutación, un país y una sociedad que habían hecho del cambio su razón de ser, una nación presidida toda ella por un “gran sueño” que la estaba, secreta y realmente, matando, destruyendo. Esa “gran novela” debía , además de contarlo minuciosamente “todo”, ser un antídoto contra las perversas secuelas de aquel sueño devenido pesadilla: debía describir, narrar, apropiarse de la realidad oculta, escondida debajo de las montañas de propaganda y los anuncios de neón, la realidad siempre negada por las mentiras de la televisión.La literatura de Updike se mueve entre dos polos siempre activos. Uno es el realismo descarnado, una mirada honesta, sin veladuras, un lenguaje directo y sin tapujos, sin retórica, dispuesto a nombralo todo, por poco “estético” que pudiera parecer. El otro polo es un discreto pero poderoso aliento de regeneración y exigencia moral. Por debajo del enorme talento narrativo de un escritor descarnado y realista –a quien no le han afectado las críticas de misógino o cruel–, latía siempre la fibra de un moralista.Updike será recordado siempre por la creación de su personaje Harry “Conejo” Angstrom, protagonista intermitente de una tetralogía que le valdría, en 1981 y 1991, dos premios Pulitzer. Personaje suburbial, débil, inseguro y contradictorio, “Conejo” le servirá a Updike para seguir durante cuatro décadas el destino de un americano medio, hurgar en sus angustias y resentimientos, valorar sus éxitos y sus fracasos, convertirse en el cronista privilegiado y el crítico implacable de ese segmento medular de la realidad americana.