SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

El problema de la Monarquí­a

El problema de la infanta Cristina, al ser imputada, no es de naturaleza penal ni mucho menos carcelaria. A buen seguro, esas leyes que se retuercen para indultar a un corrupto, esos acuerdos de conformidad y toda la retahíla de mecanismos de cuasi impunidad, sabrán moldearse para que no ocurran percances graves. El problema es de naturaleza política, y no pensaba comenzar este artículo explicándolo, por su obviedad, pero el afán de cierto cortesanado por circunscribir las consecuencias de la imputación al ámbito jurídico, me obliga al siguiente párrafo.

¿Por qué la boda de Cristina con Iñaki Urdangarin se publicó en su día en las páginas de Nacional de los periódicos y no en las de “Ecos de sociedad”? No por un capricho de la prensa, sino por sus consecuencias políticas, relativas a la sucesión de la Corona. Como la Jefatura del Estado es la máxima representación de este, en el plano nacional y en el internacional, casi todo lo que le ocurre se convierte en un acto político. Y atentos, porque estamos hablando de la arquitectura institucional del Estado.

Y lo que le está sucediendo a la Monarquía es, ni más ni menos, lo mismo que a otras instituciones claves del Estado: la pérdida de legitimidad. El sistema democrático que se levantó en la Transición, cuya cúspide es el Rey, hace agua. Esto no significa que el Estado de derecho no funcione, y la misma instrucción del caso Nóos demuestra hasta qué punto lo hace. Tampoco implica desacreditar nuestra historia reciente: en la Transición se organizaron unas instituciones democráticas aptas para transitar, como su propio nombre indica. Con el tiempo se han fosilizado y han perdido el pulso de la sociedad, como la Monarquía.

En el fondo, crear el entramado institucional propio de las democracias es relativamente fácil. Lo complicado es practicar la democracia día a día, hacerla evolucionar al ritmo de la historia. En estos años, las exigencias democráticas en el mundo han ido ligadas a tres aspectos: aumentar la transparencia, erradicar la corrupción y fortalecer la rendición de cuentas. En España, no sólo no se ha avanzado mucho, sino que los controles lógicos derivados de una separación de poderes real y del imperio de la ley han sido debilitados por las mismas instituciones que debían someterse a ellos: los partidos de forma evidente, pero también el Tribunal Constitucional, la prensa, la Monarquía, y etcétera, etcétera, etcétera.

El camino de salida para la Monarquía está a la vista: debe renovar la legitimidad perdida, nada muy distinto de lo que necesitaba hacer el Rey en la Transición. En aquel momento, el hecho de que su sucesión fuera una herencia de la dictadura no sometida a consulta popular era lo que mermaba su legitimidad. Y consiguió la re-legitimación el 23F, al comprometerse de forma inequívoca con la Constitución. Supo ver que garantizar los derechos democráticos de los españoles era la forma de garantizar los suyos.

Pues bien, se trata de que hoy sea capaz de ver lo mismo: que la institución sobrevivirá si es una Monarquía transparente y limpia que se empeña en rendir cuentas. Los ciudadanos tenemos derecho a saber cómo gasta el jefe del Estado nuestro dinero o qué mediaciones hace en contratos internacionales; tenemos derecho a estar informados de los actos políticos en los que participa y a recibir explicaciones sobre su trabajo, así como a una Monarquía libre de hasta la más ínfima sospecha de corrupción. Si el Rey es capaz hoy de garantizar esos derechos a los ciudadanos, garantizará los de la institución. Esa es la cuestión política que está en juego.