El “dedazo”, que para algunos es indignante cuando lo ejecuta Aznar pero admisible si quien lo practica es Puigdemont, se ha consumado. No ya sin haberlo acordado con ERC, sino sin ni siquiera consultarlo con la dirección del PDeCAT, Puigdemont ha designado a Quim Torra como futuro president de la Generalitat.
A pesar de volver a reivindicarse como “presidente legítimo”, Puigdemont se ha visto obligado a guardar definitivamente el imposible objetivo de forzar su investidura, apostando por un candidato libre de procesos judiciales y que el Estado pueda aceptar.
Los motivos los ha expresado el propio Puigdemont, al marcar las líneas maestras que deberá seguir el nuevo govern: “tenemos el deber de restaurar los efectos nocivos del 155, y aplicar un verdadero plan de choque que ponga al día y permita recuperar políticas, personas e inversiones injustamente suspendidas, cesadas o bloqueadas”.
Recuperar el control de la Generalitat, sentarse nuevamente en sus despachos, volver a empuñar la formidable plataforma política que proporciona el poder autonónimo, y tener la llave de la caja que permitirá reinstaurar el maná de subvenciones que alimenta el entramado independentista, es algo más que una necesidad para los defensores de la fragmentación. No cuentan con el apoyo de la mayoría de la sociedad catalana, y sin el poder burocrático de la Generalitat no pueden hacer nada.
Que el nuevo govern no tiene intención alguna de normalizar la situación en Cataluña, sino más bien de intentar que las heridas permanezcan abiertas, lo prueba el perfil del candidato elegido por Puigdemont. Torra representa lo peor de las élites independentistas más reaccionarias y excluyentes.
Se han recuperado algunos tuits, emitidos por Quim Torra entre 2011 y 2014, y que en 2016, cuando escalaba posiciones en el escalafó del procés, él mismo borro. En ellos se destila un odio hacia España y los catalanes no independentistas: “vergüenza es una palabra que los españoles hace siglos que han eliminado de su diccionario”, “ si seguimos aquí algunos años más corremos el riesgo de acabar tan locos como los mismos españoles”, “[Los del PSC], pobres, hablan el español como los españoles”…
Pero donde realmente la auténtica catadura ideológica de Quim Torra es en un artículo aparentemente menos ofensivo que los anteriores tuits. En él, el futuro president afirma: “que nuestros queridos y sufridos federalistas (…) salgan a la calle con la bandera tricolor pues mira, qué le vas a hacer, hay gente para todo, incluso para seguir siendo española (…) Pero que un independentista abrace la bandera republicana lo encuentro como mínimo decepcionante”.
La IIª República, aquella que reinstauró la Generalitat, o el gobierno del Frente Popular, que sacó a Companys de la cárcel devolviéndole a su condición de president, son para Torra enemigos… porque son españoles.
El componente xenófobo, que no ha sido históricamente hegemónico en el nacionalismo catalán, a diferencia del aranista, pero que ha existido desde sus mismos orígenes en sus sectores más reaccionarios y excluyentes es la auténtica base de pensamiento de personajes como Torra.
Se ha repetido al conocer su nombramiento que Torra es “un activista cultural” metido a última hora en la política al incorporarse a las listas de Junts per Catalunya. Ni una cosa ni la otra se corresponden con la realidad.
Torra no ha llevado una larga actividad en la promoción de la cultura, sino que amasó fortuna como ejecutivo de una multinacional de seguros en Suíza, sede protegida de la extorsión financiera. Solo a partir de 2007 vuelve a Cataluña para ejercer de promotor cultural… siempre en connivencia y amamantado por el poder político.
Demostró su pedigrí al incorporarse a Reagrupament, que se escindió de ERC… por considerar demasiado tibio el independentismo de Carod Rovira. Ocupó cargos dirigentes en las principales fuerzas de choque sociales del independentismo, como Solidaritat i Justicia, Omnium Cultural o la ANC.
El premio fue inmediato. Su editorial “A contravent”, dedicada en exclusiva a la promoción del independentismo, recibía sustancioso apoyo institucional. A la publicación que dirigía, la “Revista de Catalunya”, Puigdemont le concedió la Creu de Sant Jordi, la más alta distinción de la Generalitat.
Torra se ha especializado en la subversión de la historia, pagado para ello con fondos públicos. Así ocurrió cuando Convergencia conquistó la alcaldía de Barcelona. Entonces, Torra llegó a la empresa municipal Foment de Ciutat, y presidió el Born Centre Cultural, un museo edificado sobre las ruinas de la Barcelona de 1714. Su único objetivo fue difundir, con un exagerado apoyo propagandístico, la mentira histórica de que aquella fue “una guerra de España contra Cataluña”.
Cuando la pérdida de la alcaldía por parte de Convergencia lo dejó sin cargo, Puigdemont lo “rescató”, entregándole la dirección del Centro de Estudios de Temas Contemporáneos de la Generalitat, desde donde ha persistido en expandir la intoxicación de un prefabricado e inexistente entrentamiento atávico “entre España y Cataluña”.
No, Torra no es ni ha sido nunca un “activista cultural”, sino uno más de la casta burocrática encumbrada por el procés y financiada con los presupuestos públicos que usted y yo pagamos.
Su misión como president de la Generalitat va a ser la misma que, en sus propias palabras, le llevó en 2012 a presentar una demanda contra España que tumbó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos: “utilizar la mínima posibilidad que haya para enfrentarse con el reino de España hasta el final, sin tregua y sin vacilar”.
Con la desginación de Torra, Puigdemont no solo devalúa el cargo de president de la Generalitat -hasta ahora un icono simbólico-, reduciendo su figura a la de “un presidente provisional” que incluso tendrá prohibido ocupar los principales despachos del Palau de la Generalitat. Sobre todo intenta sembrar el campo de minas para mantener en el nuevo escenario un enfrentamiento del que espera seguir obteniendo réditos políticos.