Hacía mucho tiempo que las negociaciones entre los representantes de las diferentes naciones y clases dominantes de Europa no eran tan agotadoras. Ni la crisis del euro, ni la de los refugiados, ni siquiera las negociaciones del Brexit habían forzado una cumbre tan prolongada, con los líderes de la UE discutiendo -en pequeños grupos o en parejas- toda la la noche hasta el amanecer. Pero el reparto de los grandes puestos de poder de la estructura supranacional de la UE para los próximos cinco años da para 20 horas ininterrumpidas de discusión y mucho más.
Al final, todo se resolvió con una conversación entre la canciller alemana, Ángela Merkel, y el presidente galo, Emmanuel Macron. La presidencia de la Comisión Europea (el «gobierno ejecutivo» de la Unión) para Berlín; y el BCE (el órgano económico) para París. Además, el liberal belga Charles Michel será el próximo presidente del Consejo Europeo.
Las razones de la discordia que han forzado tan maratonianas reuniones están claras. Por un lado, el resultado de las recientes elecciones europeas desechó la posibilidad de que los dos grandes grupos de la Eurocámara -socialdemócratas y populares («democristianos» conservadores), que han perdido la mayoría absoluta- determinaran ellos solos los puestos. Era necesario dar parte del pastel a los liberales -cuya cabeza política es Macron- y aislar a los elementos nacionalistas eurófobos representados por Salvini o Le Pen.
El 27 de mayo, apenas un día después de las elecciones europeas, el presidente español Pedro Sánchez -junto al portugués Antonio Costa, las figuras emergentes de los socialdemócratas europeos- se encontró en el Elíseo con Emmanuel Macron. De la reunión salió un esbozo de alianza entre socialistas y liberales para la renovación de los principales cargos de la Unión Europea.
La propuesta de la reunión de París se reforzó en la Cumbre del G20 en Osaka con un acuerdo entre Alemania, Francia, España y Holanda. Hasta Merkel, conservadora y formalmente adscrita al grupo popular europeo, estaba de acuerdo en dar al socialdemócrata holandés Frans Timmermans el puesto de presidente de la Comisión Europea. El perfil moderado y «progresista» de Timmermans era del agrado del Elíseo o la Moncloa y prometía cierto apoyo a las políticas económicas que demanda París -menos austeras y más expansivas-, al tiempo que aseguraba un muro de contención contra los gobiernos más reaccionarios de la UE: los del cuarteto de Visegrado y el de la Italia de Salvini, indisimuladamente alineados con la línea Trump del otro lado del Atlántico. Por otra parte, Holanda es un país con los suficientes vínculos de obediencia a Berlín.
Esta jugada fue atisbada de inmediato, y bloqueada por Italia y los representantes del Cuarteto de Visegrado: Polonia, República Checa, Eslovaquia y en especial la Hungría del ultraderechista y euroescéptico Viktor Orbán. Roma y las delegaciones más derechistas del Partido Popular europeo -es decir, los gobiernos más proyanquis del continente- vetaron furiosamente a Timmermans.
En ese momento, y a altas horas de la madrugada tras horas de agotadoras negociaciones, el eje franco-alemán decidió tomar las riendas del asunto. Había demasiado en juego.
La escena se la imagina el avezado columnista de La Vanguardia, Enric Juliana, «En estos casos, Francia nunca pierde. Macron dejó caer a Timmermans. Le dijo a Sánchez que salía un momento a tomar un café. Y pactó a solas con Merkel un nuevo reparto de cargos. Sánchez regresó a Madrid con la marca del eje franco-alemán tatuada en el dorso de la mano y con el premio de consolación de Josep Borrell al frente de la diplomacia europea».