En un documento de 17 páginas, titulado “Nuevo Estatus Político para Euskai”, el PNV presentaba sus propuestas ante la comisión del parlamento vasco que estudia la reforma del estatuto, vigente desde 1979. En él se reivindica a Euskadi como nación y “sujeto político” en una relación bilateral con España, y se incluyen referencias al “derecho a decidir”.
Inmediatamente, algunas voces afirmaban alarmadas que el PNV “incluye el derecho de autodeterminación”, y que sus propuestas “pueden llevar a Euskadi a escenarios de división e incertidumbre como en Cataluña”.
La realidad es otra. Los jelkides peneuvistas no van a cometer el error de abrir un nuevo frente que imite el modelo catalán, justo cuando éste ha demostrado su fracaso. Pero si pueden apostar, con la habilidad jesuítica que les caracteriza, por aprovechar las nuevas condiciones para obtener réditos políticos.
En el documento presentado, la dirección del PNV deja claro que el nuevo estatus que plantea se basa en la “no ruptura”, y afirma que la ejecución del derecho a decidir debe ser siempre pactada con el gobierno central.
La consulta habilitante, un referéndum previo al debate en las Cortes, que defendió hace un año, ha desaparecido.
Y desde Sabin Etxea se han distanciado públicamente del “referéndum de secesión” y la exigencia de “no limitar el contenido de la reforma a lo establecido por la legalidad” defendido por Bildu.
Urkullu no necesita el ejemplo catalán para saber a dónde conducen las aventuras de ruptura. Lo sabe por experiencia propia. El desafío encabezado por Ibarretxe y Arzallus le costó al PNV la pérdida del gobierno vasco.
Fue la rebelión popular la que no solo derrotó a ETA sino también expulsó al PNV de Ajuria Enea.
Su legado determina hoy los límites de la política vasca. Según las últimas encuestas, el apoyo a la independencia en Euskadi se sitúa en mínimos históricos, en torno al 14%. Y no para de descender.
Solo un 25% de los vascos apoyan la república catalana. Y un 66% se opone a seguir un proceso similar al de Cataluña. Incluyendo al 53% de los votantes del PNV.
¿Cuáles son entonces los réditos políticos que el PNV espera obtener de una reforma del estatuto?
Plantea un blindaje absoluto y definitivo de las competencias, que no solo las amplíe sino que impida al gobierno central poder interferir en ellas.
Exige una relación de “bilateralidad efectiva”, donde “Euskadi” y “España” se reconozcan como sujetos políticos en pie de igualdad. Lo que se traduce en reclamaciones concretas, como el reconocimiento de la “identidad nacional vasca”, la participación efectiva en los procesos de toma de decisiones en la UE, y que el Tribunal Superior vasco sea la última instancia judicial.
Un camino que aspira a una relación “confederal”, y que incluso contempla cambiar el nombre de la Comunidad Autónoma Vasca por el de Estado Autónomo Vasco.
El PNV no van a desafiar de forma abierta la unidad. Menos en un momento donde gobierna en coalición con los socialistas y ha aprobado los presupuestos vascos con el apoyo del PP. Y donde ha sacado jugosos réditos -en forma de un nuevo cupo extremadamente favorable a la hacienda vasca- del respaldo a la investidura de Rajoy. Una jugada que espera repetir en la negociación de los presupuestos si se resuelve el conflicto catalán.
Pero al mismo tiempo toma posiciones ante una futura reorganización territorial que muchos consideran necesaria tras el desafío secesionista en Cataluña.
Donde todo apunta a que, a pesar de excluir vías unilaterales y desafíos abiertos de ruptura, se avanzaría hacia un modelo donde la unidad sea más laxa.
Lo que, lejos de tranquilizarnos, debe conducirnos a redoblar la preocupación.