Centenario de “El chico”, de Charles Chaplin

El mundo a través de los ojos de Charlot

“El ojo de Charlie Chaplin. Un ojo capaz de ver el Infierno de Dante o los Caprichos goyescos de los Tiempos modernos en forma tan divertida… Eso es lo que emociona. Eso es lo que intriga. Eso es lo que querría adivinar. En pocas palabras, ¿con qué ojos contempla Charlie Chaplin la realidad?”

(S.M. Eisenstein. “El arte de Charles Chaplin”)

En plena pandemia, tenemos la oportunidad de regalarnos un placer al que no deberíamos renunciar: ir a una sala de cine a contemplar la versión restaurada de “El Chico”, que conmemora el centenario de su estreno.

Un solo hecho revela el magnetismo y el poder que esta película conserva. En los momentos más duros de la tormenta “Filomena”, un vecino de Madrid, en una ciudad paralizada por el temporal, decidió utilizar una fachada blanqueada por la nieve para proyectar “El chico”. La proyección tuvo que repetirse, ante los aplausos de los vecinos. 

La angustia mezclada con la risa, la magia del cine tomando la realidad, y siempre un público que se ríe y conmueve a partes iguales. Puro Chaplin. Rabiosamente actual.

“El chico” fue en 1921 una bendita locura. Transformando los cortos basados en una sucesión de gags en un largometraje donde el cine cómico es capaz de volar, mezclándose con la tragedia, capaz de provocarnos la carcajada y de conmovernos íntimamente. Lo que debía ser solo entretenimiento se convierte con Chaplin en vehículo de alta cultura, que nos ofrece toda una visión del mundo sin perder su irreverente y sana frescura.

El magnetismo de Charlot

Eisenstein, máximo emblema del nuevo cine soviético que alumbró la Revolución de Octubre, no solo fue amigo y admirador de Chaplin. Dedicó varios artículos a estudiar su cine, recopilados en un libro titulado “El arte de Charles Chaplin”.

Y en ellos nos proporciona las claves que permiten comprender la universalidad del personaje de Charlot. Para Eisenstein, “en Occidente, la verdad eligió a este pequeño hombre de aspecto ridículo para poner en la categoría de lo cómico cosas de por sí bien distintas”.

Chaplin convierte al vagabundo, al paria que el desarrollo del capitalismo arrincona en los márgenes sociales, en héroe de masas. Lo viste de forma precaria y absurda, con pantalones y zapatos demasiado grandes. Le despoja de cualquier bien material, como le sucede al proletariado industrial. Pero al mismo tiempo, le entrega símbolos de dignidad que habían monopolizado las “clases nobles”, como el bombín o el bastón. Los marginados que otros desprecian son mucho más dignos que quienes presumen de mayor riqueza y posición social.

Y siempre aparece el conflicto entre Charlot, personificación de muchos, y la “autoridad”. La irrupción activa y cómica del vagabundo que debía permanecer pasivo, siempre lo trastoca todo. Y Chaplin toma partido sin concesiones, sin ambigüedades. Charlot siempre acaba ridiculizando a todas las figuras de “autoridad”, a todos los que representan las instituciones poderosas y venerables: policías, jueces, funcionarios del Estado, militares, religiosos…

Cuando, en cualquier parte del mundo, el público popular contempla a Charlot pegando una patada en el culo a un policía, les une un mismo sentimiento.

En “El chico” está presente esta aguda sensibilidad de clase de Chaplin. Contraponiendo la generosidad del vagabundo con la mezquindad de las autoridades y de las “clases altas”.

Millones de espectadores se identifican con Charlot, con sus condiciones de existencia, con sus deseos y anhelos, con sus objetos de burla…

La mirada de Chaplin

Eisenstein busca denodadamente “el secreto de las pupilas de Chaplin”, aquello que le hace mirar de esa forma tan revolucionaria la realidad.

Y lo encuentra precisamente en aquello que los grandes teóricos desdeñan: “Lo característico de Chaplin es que, bajo sus cabellos grises, ha conservado la «mirada del niño», su espontaneidad de reacción ante cualquier fenómeno. De ahí proviene su libertad en relación con las “cadenas de la moral”, su capacidad para ver el aspecto cómico de aquello que pone a los demás la piel de gallina”.

Charlot se rebela contra “una sociedad estandarizada y rígidamente reglamentada”, se enfrenta a “todo un sistema de mecanización y de automatismo de la inteligencia”.

Y lo hace con la mirada de un niño que no ha sido domesticado, capaz de observar no con un inocencia naif e insustancial sino con una libertad que no se pliega a las exigencias de la realidad.

Para Eisenstein, “he aquí el secreto de Chaplin. He aquí el secreto de su pupila. He aquí en lo que es inimitable. He aquí su grandeza. La facultad de ver como un niño es inimitable. Únicamente Chaplin es capaz de ver de esta manera”.

La comicidad aparece cuando se enfrenta esa libertad con los límites impuestos por la realidad. Y cuando estos son trastocados, esa comicidad se vuelve revolucionaria. Eisenstein nos recuerda cómo en cada aventura de Charlot aparece “la realidad como un payaso con la cara enharinada y siempre seria; parece inteligente, lógica, prudente, previsora, pero es quien a la postre siempre resulta estúpida y provoca la hilaridad de la sala”. 

Esta libertad revolucionaria será la que las vanguardias artísticas de entreguerras reconocerán en Charlot y en el gran cine cómico norteamericano. Dedicándole -como Lorca con “Meditaciones a la muerte de la madre de Charlot”- algunas de sus obras.

La mezcla de carcajadas y emociones, tan característica de Chaplin y que alcanza uno de sus clímax con “El chico”, es también una forma de concebir la realidad. Para Chaplin, “la realidad es tragedia en el plano corto, y comedia en el plano general”. Chaplin buscaba ese tipo de realidad, en la que la belleza era “una omnipresencia de la muerte y de la seducción, una tristeza sonriente que discernimos en la naturaleza”, y que “puede encontrarse tanto en un cubo de basura sobre el cual cae un rayo de luz como en una rosa en el arroyo».

En “El chico”, “La quimera del oro”, “Luces de ciudad”, “Tiempos modernos” o “El gran dictador”, Charlot eleva el cine a sus cotas más altas, y nos enfrenta a los más candentes dilemas, rabiosamente actuales.

Eisenstein concluye su libro sobre Chaplin con un homenaje que nos da la dimensión de su figura: “Chaplin se encuentra por igual y firmemente en el rango de los máximos maestros de la lucha de muchos siglos de la sátira contra el oscurantismo, al lado de Aristófanes de Atenas, Erasmo de Rotterdam, François Rabelais de Meudon, Jonathan Swift de Dublín, François Marie Arouet de Voltaire, patriarca de Ferney…”.