Uno de los sectores que más gravemente sufrió los efectos de la crisis de 2008 fue, sin duda, el sector del libro. Para quien no lo conozca, el libro es el buque insignia de la industria cultural española. El que más ingresos produce, el que más suma al PIB y el que más trabajadores tiene.
Pues bien, en el quinquenio 2008-2013, ese sector sufrió una caída brutal de cerca del 50%. O lo que es lo mismo, dejaron de venderse prácticamente la mitad de los libros que se vendían todavía en 2007. La crisis (sobre la que se habló muy poco) se llevó por delante editoriales, librerías, distribuidores… Para hacerse una idea: cerraron aproximadamente la mitad de las librerías que había en España.
El quinquenio siguiente (de 2014 a 2019) marcó una etapa de lenta y laboriosa reconstrucción. Surgieron cientos de nuevas editoriales, se consolidaron sellos que afrontaron la crisis con un modelo muy atractivo, nació un nuevo tipo de librería (más especializado, más dinámico, convertido casi en un centro cultural) y se recuperó un cierto porcentaje de las ventas, aunque todavía lejos de las cifras de 2007. Como se decía entonces, refiriéndose por ejemplo a lo que había ocurrido con los salarios, la “crisis había llegado para quedarse”. Pero en un acto colectivo de voluntarismo, se decidió pasar página y ver cada pequeño paso de ascenso como una gran victoria.
Y así llegamos a 2020. Tras las “buenas ventas” de navidad, el sector respira optimismo y mira ya de cara a todas las novedades que va a presentar en las ferias del libro que se suceden hasta julio. El libro iba a dar “otro pasito adelante”. El sector sonríe… ignorante todavía de que una siniestra guadaña está a punto de cortarle, no las alas, sino los pies sobre los que sostiene en tierra.
La extensión de la pandemia del coronavirus, que suma día a día centenares de miles de afectados y decenas de miles de muertos en todo el mundo, ha caído como un rayo inesperado y devastador sobre un planeta que estaba más que advertido de que, con su brutal interconectividad, algo así no solo podía pasar (llevamos varias epidemias solo desde el 2000) sino que necesariamente se iba a expandir como la pólvora.
Las decisiones adoptadas para llevar a cabo la lucha contra la pandemia (y que no vamos a entrar a valorar aquí) han supuesto, por el momento, el confinamiento de la población en sus casas (en principio por un mes, pero dado el crecimiento exponencial de contagios en España sin duda para más tiempo), sin posibilidad de salir más que para trabajar o para conseguir alimentos y medicinas, y el cierre de todo lugar o actividad “no esencial” que conlleve reuniones o agrupaciones de personas. Eso ha supuesto, automáticamente, el cierre de las librerías (mientras dure el estado de alarma), la práctica inactividad de los distribuidores, la cancelación de las presentaciones de libros, recitales, etc., y el aplazamiento de las ferias del libro. Solo ha quedado en pie la venta de libros online, lo que para más inri beneficia esencialmente a Amazon, el principal “enemigo” del sector del libro en España.
Añadir más daño, mucho daño, a un sector ya muy castigado, resulta obvio concluir que no augura, en principio, muy buenas perspectivas, pese a que el sector es muy vivo, bastante ingenioso y con gran capacidad de supervivencia.
En España, por desgracia, el sector cultural nunca se ha considerado un sector esencial. Podríamos, incluso, esgrimir como prueba el agravio comparativo de que mientras se dejan abiertos los estancos, se cierran las librerías. Bueno, entendemos que no hay que aumentar la ansiedad de la población encerrada y fumadora si encima no tiene tabaco. Sin embargo, tampoco cuesta pensar en la gente haciendo cola en la puerta de la librería, igual que en la del despacho del pan. Pero bueno, es obvio que eso tampoco salvaría al sector.
Quizá ahora que se apela a la responsabilidad individual para afrontar esta crisis y evitar que se propague el virus, no estaría de más ir pensando en estrategias que hagan consciente a la población de la importancia de tener un potente sector del libro, o como mínimo de proteger y salvar el que ya tenemos.
Llamamiento y reflexión que deberían partir de una autocrítica del propio sector, que cabalga un tanto desbocado en los últimos tiempos, anegando las librerías con un sinfín de libros que difícilmente superarían un filtro editorial mínimamente serio. Esto no es achacable tanto a la impericia de las nuevas editoriales, más impulsadas por el entusiasmo que por criterios profesionales, sino ante todo a la bulimia de los gigantes editoriales (y en España hay dos gigantes descomunales, tal que controlan casi el 80% del mercado, cada uno con cuarenta sellos distintos y un vómito continuo de casi doscientas novedades semanales), y que no solo saturan el mercado, sino que cumplen la nefasta función de negarle el espacio y el oxígeno a las pequeñas editoriales, que son las que más arriesgan y las que aportan más novedad y sabia nueva, sobre todo en el campo específicamente literario.
Relanzar el mundo del libro después de la inevitable debacle a que nos aboca el largo periodo de inactividad obligado por la pandemia, exigiría desde mi punto de vista un importante paquete de medidas. O cuanto menos, una:
Sería muy beneficioso que, a corto plazo, hubiera un cierto apoyo público, que no consistiese en subvenciones a fondo perdido, sino en adquisiciones de libros para bibliotecas públicas, colegios, institutos, universidades, etc. Esto ayudaría a cubrir, o mitigar, las pérdidas del periodo de inactividad forzosa. Y beneficiaría a toda la cadena del libro: autores, editoriales, distribuidores y librerías… así como a los lectores, que tendrían a su disposición títulos que, sin duda, con la penuria económica que se viene encima, no van a poder comprar.
La medida no requiere una gran inversión y podría, como se dice ahora, “salvar muchas vidas”. Quizá sea el respirador que necesita ahora el mundo del libro.