A las 1:27 del 26 de abril de 1986 comenzó la pesadilla de la mayor catástrofe nuclear de la historia. El reactor número 4 de la central de Chernóbil, en la antigua Unión Soviética -hoy Ucrania- explotaba generando un incendio que duró diez días y que lanzó toneladas de partículas radiactivas a la atmósfera.
La catástrofe dejó un radio de 30 km en torno a la central que será eternamente inhabitable, una extensión de 155.000 km2 -equivalente a la tercera parte de la Península Ibérica- entre los territorios de las actuales Ucrania, Rusia y Bielorrusia gravemente contaminada, y una nube radiactiva que cruzó toda Europa y que dejó un rastro de muerte y cáncer invisible a su paso. La cantidad de materiales radiactivos y tóxicos expulsados en la explosión -plutonio, uranio, cesio, yodo, estroncio- fue unas 500 veces mayor que el liberado por la bomba atómica de Hiroshima.
La cifra de víctimas de Chernóbyl es tan difusa y sutil como la muerte que provoca la radiación. Según la aseguradora Swiss Re el número de muertes directas e indirectas alcanza los 165.000, y según la Academia de Ciencias Rusa la cifra se eleva a 200.000 víctimas mortales.
Fueron hasta 600.000 personas -los llamados «liquidadores»: bomberos, mineros, limpiadores, obreros y científicos- los que recibieron dosis de radiación por los trabajos de descontaminación, y siguen pagando con cáncer y mutaciones las consecuencias de su heroísmo. Hasta 5 millones de personas viven en áreas contaminadas. Por no decir que la nube de plutonio atravesó 13 países europeos. No existen trabajos concluyentes de hasta dónde se extiende la influencia letal de Chernóbyl, pero sí se sabe que la prevalencia de leucemia o cáncer de tiroides de las áreas próximas de Rusia y Ucrania -y sobretodo de Bielorrusia, el país más afectado, donde la mitad de la población presenta mutaciones en sangre- se han multiplicado por cien.
La catástrofe no fue solo fruto de un “problema técnico” ni de una “ineficiencia tecnológica” de la URSS. Hoy se sabe que pudo haberse evitado, si no fuera porque el régimen soviético puso todos los ingredientes para el cóctel explosivo. Las autoridades de la URSS ya habían encubierto otros accidentes, uno de ellos en 1982, en otro de los reactores de Chernóbil, para proteger su imagen de superpotencia.
Nada más ocurrir el accidente, todos los mecanismos de silenciamiento y desinformación del régimen soviético se pusieron en marcha. “Se formaron dos comisiones”, dice el técnico Ígor Ostretsov, que participó en una de ellas. “Una de ellas estaba en Chernóbil. Y su tarea fue ocultar la verdad sobre lo ocurrido. En la otra debíamos investigar la seguridad de la energía atómica, y nuestras conclusiones fueron enterradas o quemadas, ante el grave problema de suministro de energía para todo el país”, denuncia el octogenario.
Los propios trabajadores dentro de la central tuvieron prohibido revelar el accidente, ni a su familia ni a sus propios compañeros. Los habitantes de las poblaciones cercanas no fueron evacuados sino muchas horas después. Los liquidadores ignoraban el peligro al que se les enviaba. Meses después, las autoridades sanitarias recibieron instrucciones de desvincular el aumento de casos de cáncer o malformaciones a la radiación recibida.
Chernóbyl es la más perdurable herencia -sus efectos durarán miles de años- de la superpotencia soviética, el ejemplo más tóxico de las consecuencias de poner la energía nuclear en manos de una burguesía imperialista, que antepone sus intereses de máximo beneficio a los de la salud y la seguridad de la población. Más aún si hablamos de la burguesía burocrática fascista soviética, que sometió a su pueblo a una cárcel de opresión y que trató de ocultar bajo toneladas de hormigón, silencio y manipulación su responsabilidad criminal en la catástrofe.