El intrincado laberinto persa

Un profundo seísmo de protestas populares ha sacudido a Irán, la emergente potencia regional de Oriente Medio y cabeza del Islam chií. Una ola de disturbios por todo el país y los enfrentamientos con las fuerzas del régimen han dejado 22 muertos y un millar de detenidos.

Nada de lo que ocurre en el mundo está al margen de los intereses y la intervención de la superpotencia norteamericana. Menos aún si hablamos de Oriente Medio, una de los tableros regionales geoestratégicamente más decisivos y sensibles para el futuro de la hegemonía estadounidense y donde la injerencia de Washington arrecia sin cesar, provocando un rosario sangriento de guerras y muerte. Todavía menos si nos referimos a Irán, una potencia regional enfrentada desde 1979 al poder hegemonista de EEUU y que ha sido colocada repetida y amenazadoramente en el centro de la diana imperialista. Donald Trump ha roto la distensión que supuso el Pacto Nuclear firmado por la administración Obama con Teherán y ha colocado a la República Islámica de nuevo en el «Eje del Mal». No es posible entender lo que ocurre en Irán, ni en cualquier parte del mundo, sin partir de que los acontecimientos en este país están determinados y enmarcados por la lucha de clases a escala internacional y por las ambiciones norteamericanas para intervenir -y eventualmente derribar- al régimen de los ayatolás.

Pero siendo necesario tener esto siempre presente, los recientes acontecimientos en Irán tienen sus causas inmediatas en la cada vez más intensa lucha de clases propia del país. Sin desdeñar el papel que haya podido jugar -externa o internamente- Washington en los disturbios, el celoso hermetismo del régimen a la injerencia norteamericana hace difícil pensar que EEUU tenga los resortes necesarios en Irán para desencadenar una revolución de colores al estilo de las primaveras árabes. Irán es uno de los países más dinámicos y complejos de la región -económica, política y socialmente- y está recorrido por profundas y antagónicas contradicciones internas.

En Irán los antagonismos entre su pueblo trabajador y su clase dominante -una burguesía monopolista de Estado que domina mediante un régimen teocrático y autoritario- son hondos e intensos. En uno de los países con mayor riqueza natural del planeta, cerca del 48% de las familias viven bajo el umbral de la pobreza. Alrededor de 12 millones de los 80 millones de iraníes están desempleados, y la mitad son titulados universitarios. La sanidad y la educación ni son gratuítas ni universales, ni están al alcance de gran parte de la población. Como en cualquier otro país de capitalismo desarrollado, la riqueza se acumula en manos de una oligarquía, las grandes fortunas no pagan impuestos, los precios suben sin control y los alquileres se llevan la mitad de los ingresos de los trabajadores. Debajo de los velos, los rezos y los minaretes hay una dictadura del capital monopolista sobre la sociedad, sometida a las mismas contradicciones entre explotados y explotadores que conocemos en Occidente.

A diferencia de las movilizaciones de 2009 contra Ahmadinejad -protagonizadas principalmente por estudiantes y pequeña burguesía urbana hambrienta de libertades y reformas democráticas- en esta ocasión las protestas, un movimiento heterogéneo y desorganizado, tienen un fuerte componente proletario, trabajador y campesino. La consigna dominante -“Pan, vivienda, libertad”- aunque cargada de indignación contra la teocracia islámica y la casta clerical, e hinchada de exigencia de que mejoren las condiciones de vida populares, no es un cuestionamiento abierto y frontal al régimen de la República Islámica.

La rebelión popular no es un rayo en el cielo sereno, es la culminación de un 2017 en el que se han registrado hasta 1.700 protestas ciudadanas en todo el país. Los iraníes han protestado por muchos medios pacíficos a su alcance, con urnas y concentraciones no violentas. En los últimos meses, miles de asalariados empobrecidos se han manifestado por los bajos jornales, por la carestía de la vida o por los abusos de varios bancos que se han llevado los ahorros de miles de familias. Pero sus demandas han sido ignoradas, sembrando la semilla del hartazgo y la impugnación hacia el régimen en general.

Otro antagonismo decisivo en el laberinto iraní es el que divide en dos fracciones a su clase dominante y su régimen. Por una parte el sector más fundamentalista y retrógrado, dirigido por una alianza entre el Líder Supremo -el ayatolah Alí Jamenei- y los jefes del cuerpo militar de los Guardianes Islámicos (GI); por otra parte los sectores mas «moderados» (dentro de la teocracia) y proclives al dinamismo económico y político -así como a cierto aperturismo del régimen- representados por el actual presidente Hasan Rohaní. Este último, aun teniendo notables poderes, está subordinado al ayatolah Jamenei. En las últimas semanas -azuzado por el aumento de las presiones norteamericanas sobre Irán tras la ruptura del Pacto Nuclear por Trump o el reforzamiento de la alianza entre Washington e Israel- las fricciones entre ambas fracciones se han intensificado.

Precisamente las primeras protestas parecen haber sido instigadas por los halcones de la teocracia. Ocurrieron en Mashad, la ciudad feudo de Jamenei, cuando un grupo de personas se manifestaron -de forma sospechosamente permitida en un país donde las protestas están sancionadas- contra el gobierno de Rohani por su ineficacia en detener la galopante inflación. Lo que nadie sospechaba era que aquella chispa prendería en la yesca seca de la estepa persa: horas después, una veintena de ciudades estallaban en protestas.

Siendo las protestas legítimas y esencialmente endógenas, fruto de los antagonismos propios de la República Islámica, la superpotencia norteamericana y los enemigos de Irán -Israel o Arabia Saudí- intentan denodadamente sacar provecho de las mismas para desestabilizar el país. El imperialismo no puede crear a voluntad las contradicciones internas de Persia, pero sí actuar sobre ellas, y tiene sobrados medios para ello. El Gran Satán ansía sacar petróleo y sangre de las grietas abiertas en el laberinto persa.

Pero al intentar hacerlo en el plano diplomático -tratando de convertir una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU sobre los disturbios en un acta de defunción sobre el acuerdo nuclear entre Teherán y el G5- la administración Trump se ha encontrado completamente aislada, viendo cómo incluso sus aliados franceses o británicos se negaban a seguirle hasta ese extremo.

La intrincada madeja del laberinto persa seguirá desenvolviéndose, en una complicada partida de ajedrez en la que está presente la intervención imperialista, pero también las pulsiones internas de una gran nación, en una relación dialéctica e interrelacionada.

El pueblo iraní -como todos sobre la faz de la Tierra- tiene sed de progreso, bienestar, libertad y democracia. Y si algo ha demostrado la nación persa en el último medio siglo es su indoblegable voluntad de independencia frente a la injerencia norteamericana. Alentar las justas demandas del pueblo iraní denunciando al mismo tiempo la intervención hegemonista en Irán y Oriente Medio es un deber para todos los revolucionarios, progresistas y demócratas. El futuro político de Irán lo debe escribir su pueblo. Ellos y sólo ellos.