La sentencia del Tribunal Supremo que condena al President de la Generalitat de Cataluña, Quim Torra, a un año y medio de inhabilitación deja la actual legislatura -que ha vivido los momentos más álgidos del procés, como el 1-O o la DUI- en el tiempo de descuento. La fecha más probable para las nuevas elecciones es el 14 de febrero de 2021.
El desencadenante de esta sentencia, que añade un plus de inestabilidad a la ya convulsa situación política catalana, es un acto de desobediencia tan pueril como simbólico: la negativa de Torra a cumplir la orden de la Junta Electoral Central (JEC) de que retirara, en plena campaña electoral, lazos amarillos y pancartas a favor de los políticos independentistas presos del balcón del Palau de la Generalitat. Mantener lazos y pancartas, algo que poco tiene que ver con la radicalidad y la «épica» de actos como el referéndum del 1-O o la Declaración Unilateral de Independencia (DUI).
Si tras la sentencia que condenaba a los políticos independentistas del Govern de Puigdemont a penas de cárcel, se produjeron varias semanas de alta tensión en las calles de las principales ciudades catalanas, ahora los CDR apenas han hecho algo de humo. Un síntoma más de la marcada decadencia de un procés que va de retroceso en retroceso.
La sentencia abre ahora un periodo donde Pere Aragonés, vicepresidente y candidato de ERC en los comicios, asumirá la presidencia interina. No podrá cesar consellers ni dictar leyes, aunque sí decretos para garantizar una mínima gobernabilidad, compartirá con la portavoz del Govern, Meritxell Budò, de JxCAT, una dirección bicéfala, y su principal acto será la firma del decreto de la convocatoria electoral.
Un lánguido periodo de interinidad, sin trascendencia política, donde el procés agoniza sin pena ni gloria.
¿En qué condiciones se produce esta sentencia?
Primero, en un marco donde las fuerzas que componen el gobierno, ERC y PdeCat (exCiU) no solamente mantienen una tensa cohabitación en la Generalitat, sino que plantean posiciones completamente enfrentadas, y donde buena parte de lo que fue la antigua CiU trata de enterrar el procés -que consideran una vía muerta- y huyen de la dirección de Puigdemont. Los sectores más ultramontanos y rupturistas de la burguesía burocrática procesista, entre los que se halla Torra, que se reagrupan bajo las siglas de Junts per Catalunya, tratan de remontar el vuelo aprovechando esta sentencia, pero están cada vez más débiles, aislados y en retroceso social y político.
Segundo, en una situación marcada, como en el resto de España, por una gravísima “doble pandemia”, sanitaria y socioeconómica, que está golpeando duramente a la sociedad catalana.
Lo que los procesistas esperaban como el «momentum» propicio para transformar el malestar social en un nuevo y decisivo impulso hacia la independencia se ha traducido en lo contrario. Las preocupaciones de la mayoría social catalana -como la del resto del pueblo trabajador español- se centran en el coronavirus, el aumento del paro, los ERTEs… y no en revivir un procés que hace tiempo que está más muerto que vivo.
Por eso, por más que Torra apele a “la ruptura democrática” tras la sentencia que lo inhabilita, como “única vía para conseguir la independencia”, muy pocos parecen dispuestos a seguirle. Según la última encuesta de la demoscópica GAD3 para La Vanguardia, sólo el 26% de los catalanes apuesta hoy por un nuevo referéndum independentista. Y solo un tercio de los votantes de Puigdemont y uno de cada cinco de los de Junqueras apostarían en estos momentos por una nueva DUI.
Sin embargo, la coyuntura no está exenta de peligros. A pesar de la decadencia del procés y de sus más acérrimos defensores, la gravísima situación sanitaria y socioeconómica por la que atraviesa España -y en particular Cataluña- generan y generarán peligrosas turbulencias que no están ni mucho menos libres de ser utilizadas por quienes -como Torra o Puigdemont- gustan de sacar beneficios del malestar de la gente.