AJMÁTOVA Y TSVETAIí‰VA

El canto y la ceniza

La poesí­a de Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva, de muy escaso eco en nuestro paí­s, es, sin embargo, un eslabón esencial de la literatura del siglo XX. La presente antologí­a, en libro de bolsillo, es una invitación irrechazable para salvar ese desconocimiento injustificado.

Anna Ajmátova (1889-1966) y Marina Tsvetaiéva (1892-1941) formaron arte de la gran vanguardia poética rusa que floreció en las primeras décadas del siglo XX. Y como la mayoría de sus miembros (Gumiliov, fusilado; Mandelstam, fallecido en el gulag; Block y Jlébnikov, muertos en la más absoluta miseria; Esenin y Maiakovski, suicidados; Pasternak, perseguido y silenciado) compartieron un destino trágico, que marcó decisivamente su vida y su obra. Ambas conocieron y sufrieron en carne propia las turbulencias y estragos de la historia (dos guerras mundiales, la revolución, el gulag…), ambas padecieron persecuciones, exilio, hambre, censura, la represión de los suyos, el fusilamiento de sus maridos. Hoy, su voz, tanto tiempo acallada ( "Réquiem", el gran poema de Ajmátova, no se publicó en Rusia hasta 1989) resuena, sin embargo, en todo el mundo como un estandarte de la verdadera poesía, de la gran literatura.Sin duda su condición de mujeres ha intensificado durante mucho tiempo su desconocimiento, casi su olvido. También el hecho de que fueran víctimas de un régimen que cierta "izquierda" (muy influyente en el campo de la cultura) vio siempre como un símbolo del "progreso", e incluso de la "revolución", ha sido un estigma que ha ayudado a marginarlas, a ignorarlas. Pero, al final, el empuje de su fuerza poética, la magnitud de su talento, el poderío de sus versos, han acabado derrumbando todos los obstáculos.La antología poética que nos ofrece DeBolsillo incluye un prólogo de Olvido García Valdés ("Cruz negra sobre fondo blanco") y un epílogo de Monika Zgustova ("Dos ciudades, dos poetas"), en las que ambas trazan precisos y detallados perfiles de las dos escritoras rusas, y una acertada selección de los poemas más destacados de ambas, donde no faltan los esenciales: "Réquiem" (1935-1940) y "Poema sin héroe" (1940-1962) de Anna Ajmátova y "El poema sin fin", de Marina Tsvetaiéva, sus mayores emblemas poéticos. Junto a estos, una amplia selección de poemas de todas sus épocas creativas, que permiten al lector comprender y revivir sus distintas etapas y fases de su desarrollo poético.Anna Ajmátova es la gran poetisa de San Petersburgo/Leningrado. Ella misma creó, con su fuerza, su propio mito. Quienes la conocieron personalmente (Mandelstam, Pasternak, Isaiah Berlin, un jovencísimo Joseph Brodsky) han dejado testimonios precisos de cómo su encuentro con ella marcó sus vidas. Ese magnetismo está también en sus versos, que son como la piedras inamovibles de un menhir, de una capilla románica, un magnetismo que surge de las palabras necesarias, esenciales, talladas y esculpidas por alguien que conoce a la perfección su valor preciso, su capacidad exacta de encerrar el dolor, de conservar y transmitir el sufrimiento, piedras miliares destinadas a convertirse en memoria y derrotar el olvido.Al comienzo de "Réquiem", Ajmátova recuerda la petición que acabó con años de enmudecimiento poético. Una mañana en que aguardaba haciendo cola ante la cárcel, llevando la comida a su hijo, una mujer la reconoce y le pregunta: "¿Y usted no puede dar cuenta de todo esto?". Ajmátova le responde: "Puedo". Ese "poder" está en las entrañas del poema, en su grandeza, en su valor como testimonio universal del dolor: una grandeza trágica en boca de una heroína trágica.Si la poesía de Ajmátova alcanza la fuerza prodigiosa del mito, asumiendo el relato de la sustancia trágica de su tiempo, la poesía de Marina Tsvetáieva discurre por un carril muy distinto, aunque conduce al mismo sitio: su intimidad lírica, su permanente reflexión sobre la experiencia personal, transmutando poéticamente lo vivido, su poesía amorosa, alcanzan también a darnos el registro de un tiempo de amarga desdicha, de destinos atrapados, de contrariedades sin fin, un cerco aniquilador; de hecho, Marina Tsvetáieva acabará poniendo fin a su propia vida, acorralada, hundida, encerrada en un círculo vicioso, sin salida.La mujer que amaneció a la poesía "enamorada del diablo" y que luego, en los años 20, durante su estancia en Praga protagonizó un singularísimo idilio amoroso epistolar con Rilke y Pasternak, acabó sus días en una minúscula aldea rusa, sola, empobrecida, desesperada. Sus últimas palabras escritas fueron una petición de trabajo, dirigida a la Unión de Escritores: "Pido que se me conceda un trabajo de lavaplatos en la nueva cantina de Chistópol". Nadie respondió. Ella se suicidó.Su "Poema sin fin", escrito en cinco meses, entre febrero y junio de 1924, con tono autobiográfico y confesional, narra la ruptura de dos amantes, su doloroso vía crucis, con un enorme lirismo, una gran carga reflexiva, cierta ironía chejoviana y una gran densida psicológica…, pero sobre todo con un estilo moderno y una lengua viva, entrecortada, que recurre tanto al monólogo interior como al diálogo entre los amantes, a la descripción ambiental (creando una poderosa atmósfera urbana y suburbana), a la reflexión, etc. El resultado, como afirma Olvido García Valdés, es "un poema extraordinario, transparente, extrañísimo, en el que la lucidez duele tanto como el amor". Poemas: Anna Ajmátova La sentencia (Réquiem) Cayó la palabra de piedra en mi pecho aún vivo. No es grave, estaba preparada, posiblemente me acostumbraré. Hoy tengo mucho, mucho que hacer: he de matar la memoria, volver de piedra el corazón, he de aprender a vivir de nuevo. Y si no… El cálido rumor del verano es una fiesta tras la ventana. Desde hace tiempo tenía el presagio: un día claro y la casa vacía. Marina Tsvetáieva A Anna Ajmátova Talle fino, nada ruso, sobre un libro en folio. Chal ruso, manto real. Preferible pintarla de una sola línea quebrada. Hielo en su alegría, canícula, su pena. Toda su vida, un temblor, ¿cómo terminará? Sombría, nublada su frente por un daimon juvenil. A los seres capta sin esfuerzo. Y el verso desarmado tiene por blanco nuestro corazón. En un alba adormecida -las cuatro y cuarto, parece- empecé a amarla, Anna Ajmátova.