La larga y tortuosa batalla que se viene desarrollando desde hace tres años en el interior del Reino Unido y en toda Europa en torno a la polémica salida de Gran Bretaña de la UE es inseparable de dos fenómenos globales: de un lado, las tensiones creadas por la inevitable deriva del mundo hacia una realidad multipolar y, por otro, la estrategia adoptada por EEUU para intentar impedir esa deriva bajo el liderazgo singular de Donald Trump. Lo que el Brexit ha sacado a la luz y puesto sobre la mesa es una nueva lucha encarnizada por el control de Europa.
Una actitud euroescépticaen Gran Bretaña, especialmente fuerte en el seno del Partido Conservador, es tan antigua como la decisión británica de ingresar en la UE. Siempre ha habido en Reino Unido una corriente poderosa de opinión contraria a su integración en las instituciones europeas, un rechazo a la pérdida de soberanía y al sometimiento a la burocracia de Bruselas, que se ha ido agudizando con el tiempo y con la evidencia de que, primero, el eje franco-alemán y, después, la hegemonía alemana, imponían sus intereses. Pero durante años, incluidos los periodos de los primeros ministros conservadores Thatcher, Major y Cameron, Londres logró un estatus singular dentro de la UE, lo que le permitía mantener a salvo algunas de sus políticas y recursos propios (desde la libra hasta su legislación laboral) mientras compartía los beneficios del mercado común e influía en algunas decisiones comunitarias, fomentando siempre el anclaje atlantista de Europa y alejando cualquier tentación de autonomía militar.
Todo esto, con muchas tensiones y disputas, se mantuvo inamovible hasta 2016, el año en que David Cameron, tras ganar el referéndum sobre la independencia de Escocia, se metió (o lo metieron) en la trampa de osos de convocar otro referéndum sobre la permanencia de Gran Bretaña en la UE. Cameron aspiraba a que una victoria suficiente del Sí (empresarios y sindicatos, la City y las grandes empresas, los escoceses y los galeses, los laboristas y los liberales, y la parte del Partido Conservador que él representaba, estaban a favor de la permanencia, ¿cómo iban a perder?) y alejar así la amenaza que representaba en aquel momento el UKIP (Partido por la Independencia), liderado por el demagogo Nigel Farage, que con toda insolencia y la demanda de salir de la UE había obtenido un resonante triunfo en las elecciones europeas de 2015. Parecía una decisión inteligente… y sin ningún riesgo.
Pero el referéndum del Brexit no sólo iba a cambiar la historia de Gran Bretaña, sino que se iba a convertir en la baliza de salida de un cambio mucho mayor. La victoria del no comenzó a hacernos ver que se inauguraba la época en que lo imposible era posible, en que una línea de “revuelta contra las élites”, aunque estuviera liderada por unos indeseables, podía derrotar a “los de siempre”, que una promesa falsa (las célebres face news) podían mover cientos de miles de votos, y que no importaba en absoluto que luego se supiera que era falsa (“más mentiras nos han dicho los de siempre”)… una nueva política llegaba de la mano de una nueva forma de hacer política y de unos líderes que renegaban de los líderes tradicionales.
Pero antes de resumir cómo dicha votación abrió de par en par las puertas del infierno en Gran Bretaña (hasta el punto de que tres años después aún no se han cerrado, ni en un sentido ni en otro), conviene recordar que en la campaña a favor del Brexit participó el que entonces solo era el exótico candidato del Partido Republicano a la presidencia de EEUU, al que en ese momento nadie prestó mucha atención porque, al igual que el Brexit, “era imposible que ganara”, pero que cinco meses después, y tras sacar enseñanzas del referéndum británico, se convertiría en el nuevo presidente de EEUU, derrotando a Hillary Clinton con las mismas artimañas y parecidos métodos y argumentos que los que hicieron posible el éxito del Brexit.
Como ya ocurriera con Margaret Thatcher y su “revolución conservadora”, que precedió en unos meses a la victoria de Ronald Reagan (que acabaría llevando al colapso de la URSS), de nuevo Gran Bretaña parecía marcar el rumbo. Solo que esta vez tanto el destino del Brexit como el de la propia Gran Bretaña estaban dictados realmente desde el otro lado del Atlántico.
El interés de Trump (y de los sectores que le respaldaban, desde el Pentágono a Wall Street) por la consecución del Brexit no era en absoluto gratuito, ni tenía nada que ver con una preocupación por la “independencia” de Gran Bretaña. Mover esa pieza del tablero era esencial para debilitar a una Europa que Trump ya sabía que no iba a ser muy dócil a la hora de aceptar los planes de sometimiento y degradación que su nueva estrategia global implicaba, a la par que ya preveían que una Gran Bretaña desgajada de Europa sería una fruta madura que terminaría inevitablemente cayendo en el saco de la superpotencia americana. Un doble beneficio que bien merece, al parecer, dividir y enfrentar a la población, destrozar su sistema político, arruinar su economía y hasta adoptar medidas, como el cierre del Parlamento, inéditas en la historia de la democracia más antigua del planeta.
Pero si ya el referéndum puso en evidencia que el país estaba partido en dos (los partidarios de salir fueron el 51,9% y los de permanecer el 48,1%), los tres años que Gran Bretaña lleva dedicados casi en exclusiva a encontrar la forma de irse (y que ya se han llevado por delante a dos primeros ministros, Cameron y Teresa May, y puede que lo hagan con un tercero, Boris Johnson) han puesto en evidencia, en uno de los culebrones políticos más intensos y desquiciados que recordamos, que la división persiste y que cada día es más enconada, puesto que lo que hay en juego concierne de manera vital a Gran Bretaña, pero también a Europa y a EEUU.
Durante tres años el gobierno de Theresa May intentó llegar a un acuerdo negociado de divorcio con la UE, que salvaguardara en buena medida los intereses de la economía británica, que están enormemente entrelazados con los de sus socios europeos, pero dentro de su partido, y de su gobierno, se sucedían las rebeliones, dimisiones, deserciones y zancadillas de todo tipo por parte del sector que pretendía una ruptura radical y sin acuerdo con la UE y que no aceptaba nada que “condicione” el futuro (de ahí su rabiosa oposición a la “salvaguarda irlandesa”, que intenta impedir el retorno a una frontera dura entre las dos Irlandas una vez que Reino Unido abandone la UE). De modo que, aunque el Partido Conservador tenía prácticamente mayoría absoluta en el Parlamento, Theresa May cosechó una tras otra tres derrotas consecutivas, hasta que desistió y tiró la toalla.
Para entonces, Donald Trump (que nunca ocultó su apoyo al hombre que desde dentro había dinamitado la política de acuerdos de May, el excéntrico Boris Jonhson) acabó saliéndose con la suya y viendo como su hombre se alzaba con el liderazgo del Partido Conservador primero y luego con la presidencia del gobierno, con una sola idea en la cabeza: “El 31 de octubre (última fecha de la prórroga negociada por May con la UE) habrá Brexit, caiga quien caiga”.
Pero Johnson ha ido un poco más lejos que sacudir la política británica con su lenguaje. Sabedor de que, como May, tampoco él tiene una mayoría en el Parlamento a favor de sus tesis, lo ha cerrado a cal y canto… aunque no ha podido impedir que, antes de hacerlo, ese mismo Parlamento ya agonizante lo derrotara en toda regla, votando primero una ley que veta un Brexit sin acuerdo y le obliga a pedir un nuevo aplazamiento, y negándole después el intento de convocar elecciones inmediatas para el 15 de octubre.
Y aun las cosas no se han quedado ahí. Johnson ha procedido a expulsar fulminantemente del Partido Conservador a los 21 diputados díscolos que votaron contra él, entre los que están exministros e insignes miembros del partido. El mismo Johnson que boicoteó tres veces a May, sin sufrir ninguna represalia, ahora de forma autoritaria, y a la primera, ha expulsado a 21 integrantes de la bancada conservadora. Esos modos tiránicos, impropios de la democracia inglesa, han provocado estos últimos días sonadas dimisiones en su propio gobierno, incluido su propio hermano o la ministra de Trabajo.
Nadie sabe todavía qué va a pasar en esta batalla titánica, extenuante y decisiva, en la que Gran Bretaña, de un lado, y Europa de otro, se juegan su destino, con la Casa Blanca haciendo de pirómano.
Para Europa el Brexit es un golpe durísimo, que ha puesto en grave riesgo su existencia y la ha debilitado globalmente: no es vano, Gran Bretaña es la segunda economía de la eurozona, su primera plaza financiera, el segundo mayor contribuyente a sus arcas, la primera potencia militar y un socio comercial clave. Aunque siempre fue un socio díscolo, que se opuso en todo lo que pudo a que Europa aumentara su autonomía (sobre todo frente a EEUU), su salida solo puede calificarse como una amputación. Amputación que aún será más dolorosa si la salida se produce sin un acuerdo que garantice la continuidad fluida de las relaciones políticas, económicas, comerciales, financieras, militares y diplomáticas. Un Brexit sin acuerdo supondría de partida que las relaciones comerciales entre Gran Bretaña y Europa serían del mismo tipo que, por ejemplo, entre Europa y Corea, o que los tres millones de ciudadanos europeos que trabajan en Reino Unido pasarían a ser “extranjeros”….
Un informe del gobierno británico ha advertido estos días que un Brexit salvaje podría conllevar desabastecimientos de alimentos, medicinas, etc. en Gran Bretaña. A estas alturas de los tiempos, no es muy creíble que tal situación fuese algo duradero, pero sí es un síntoma de que la ruptura va a provocar efectos económicos perversos a uno y otro lado del canal. En Europa, todo el mundo cita el Brexit como un elemento que puede agudizar el parón económico actual, e incluso empujar a toda Europa a la recesión.
Pero los “daños” no serían solo económicos: Gran Bretaña podría verse enfrentada a graves tensiones internas, puesto que Escocia y Gales no votaron por el Brexit y quieren permanecer en la UE. Aunque la situación más grave podría producirse en Irlanda, donde la salida de la UE afectará a la frontera entre las dos Irlandas y dejaría en agua de borrajas los acuerdos del Viernes Santo que zanjaron el conflicto interno en el Ulster.
Pero, sin duda, la consecuencia más radical sería que Gran Bretaña, fuera de la UE, se vería inevitablemente abocada a firmar un acuerdo comercial con EEUU. Un tratado que dejaría, de facto, la economía británica como subsidiaria de EEUU, más aún de lo que ya lo está. Esto es lo que Trump le ofreció a Boris Johnson en la reciente cumbre del G7 en Biarriz y uno de los factores esenciales que estuvieron siempre detrás del impulso americano al Brexit: que EEUU pase a ocupar el papel que antes tenía la UE, pero con toda la rapacidad y falta de escrúpulos y de correspondencia de que hace gala la superpotencia en sus tratados comerciales. Convertir a la economía británica en subsidiaria de la americana y apoderarse paso a paso de todo lo que les interesa está en la base del proyecto USA para Reino Unido: con todo descaro, hace unos meses, Donald Trump exigía que en el nuevo tratado comercial a firmar entre los dos países tras el Brexit debía “entrar todo, incluida la sanidad”. No solo el bolsillo, también la vida y la salud de los británicos deben ponerse en juego, dado que es un negocio gigantesco.
Es normal que tan monstruoso proyecto despierte rechazo y temor en los sectores más sólidos y dinámicos de la economía británica, y en todos aquellos que han tejido una tupida red de relaciones y beneficios por su pertenencia a Europa. Desde un principio hasta hoy, tanto la City (el principal negocio de Gran Bretaña, su corazón financiero y la vanguardia de su economía) como la patronal han rechazado el Brexit, y aún más un Brexit sin acuerdo. De modo que lo que Boris Johnson pretende hacer va contra los intereses de sectores decisivos de la burguesía monopolista británica, que han alertado de las catastróficas consecuencias de romper con la UE. Pero tales advertencias, de las que se han hecho eco los sectores más moderados del Partido Conservador, increíblemente carecen de importancia para Johnson y los suyos: una reciente encuesta de un diario británico entre los miembros del Partido Conservador revelaba que una gran mayoría estaban a favor del Brexit… incluso aunque supusiera un duro golpe para la economía británica, incluso aunque el país fuera a la ruina. Esa actitud, que parece muy valerosa y hasta trágica, en realidad esconde la secreta confianza de que EEUU actuará como el Supermán que garantice que el país no se haga añicos si llega a caer al vacío. Tras todos esos “tronados”, licenciados de Eton y Oxford, las universidades de la élite, está el guardián salvador, el Capitán América. Y si el pueblo británico tiene que sufrir por ello… a ellos ¿qué les importa?
En el trasfondo del Brexit ha habido y hay cuestiones que van mucho más allá de los intereses británicos, cuestiones que tienen que ver con la nueva estrategia diseñada desde Washington para retener la hegemonía mundial en unos momentos en que China se le ha subido a las barbas a EEUU. Tal estrategia incluye el propósito de degradar y someter a sus antiguos aliados a unas condiciones mucho más drásticas de saqueo y sumisión. La resistencia de éstos a tales tratos vejatorios es lo que alimenta la espiral creciente de tensión entre Washington y la UE. Desde el Brexit a la guerra comercial, desde la subida de la “tarifa militar” (Trump exige al menos subir el gasto militar al 2% del PIB) hasta el intento de tomar el control del Parlamento europeo con una alianza de partidos ultras, la “batalla por degradar y someter a Europa” ha vivido un capítulo tras otro, sin apenas descanso.
No obstante, la reciente cumbre del G7 en Biarriz parece haber introducido un momento de distensión, que ya ha tenido algunas consecuencias visibles (como la caída de Salvini en Italia), y que también podría acabar teniendo consecuencias sobre el desenlace del Brexit que ahora mismo es imposible prever. Trump podría haber decidido relajar algo la presión sobre Europa a cambio de otras concesiones (entre ellas, que Alemania deje de llevar la voz cantante). Pero este es un terreno todavía por explorar. Un traspiés que haga caer, de pronto, a Boris Johnson, podría ser un indicio ya muy claro de que ese acuerdo es más profundo. Pero en un terreno de arenas tan movedizas como el Brexit mejor no hacer ningún pronóstico. La historia sigue.