La pandemia del coronavirus se ha convertido en un nuevo teatro de operaciones para las hostilidades de la superpotencia norteamericana contra su principal oponente geoestratégico. Lejos de enterrar las hostilidades y fomentar la colaboración científica y sanitaria con las autoridades de Pekín -cuyo modelo y experiencia están demostrando su valor para contener la epidemia- la administración Trump está usando al Covid-19 como un arma arrojadiza para crear todo tipo de climas de opinión contra China.
En medio de la peor crisis sanitaria que ha conocido el mundo desde hace más de un siglo, Donald Trump no pierde de vista su principal objetivo: golpear a China. Ni él ni su secretario de Estado, Mike Pompeo, pierden ocasión para referirse al Covid-19 como el «virus chino» en sus comparecencias diarias ante la prensa. Una periodista le preguntó si no consideraba racista esa actitud, y el presidente norteamericano respondió: “Lo llamo así porque viene de allí”.
Esto ha enojando sobremanera a las autoridades de Pekín y está tensando las ya muy deterioradas relaciones entre EEUU y China. En sus tres años de gobierno, Trump ha espoleado una y otra vez una guerra comercial contra China -un conflicto que ahora vive una frágil tregua-; ha reforzado el cerco militar contra el gigante asiático; ha cuestionado con sus acercamientos a Taiwán la política de «una sola China» o ha respaldado y alentado las violentas manifestaciones de Hong Kong.
Paralelamente a la frenética carrera que EEUU y China libran para ser los primeros en encontrar vacunas o tratamientos para el Covid-19, hay una furiosa batalla por ganarse a la opinión pública mundial. Una pugna por el «relato» de la lucha contra el virus y por el reparto de culpas y responsabilidades.
La versión que trata de establecer la Casa Blanca es la de que las autoridades chinas mantuvieron en secreto lo que estaba ocurriendo con el coronavirus, y que cuando Washington quiso reaccionar, ya era tarde.
Pero basta una consulta a la hemeroteca para comprobar que tal cosa es una difamación sin fundamento. Aunque en los primeros días de la epidemia (diciembre de 2019), cuando el virus se propagó rápidamente por la ciudad de Wuhan y su provincia, sí hubo cierta ocultación por parte de las autoridades locales de Hubei, a partir de enero el gobierno de Pekín se tomó en serio la amenaza, y decretó medidas excepcionales, primero en Wuhan y Hubei, luego en todo el país. El gobierno chino alertó de la peligrosidad del virus, secuenció e hizo público el genoma del Covid-19, y la OMS decretó una epidemia. Una alerta de la que se hizo eco el Centro de Control de Enfermedades (CDC) de EEUU.
Guerra de propaganda
El cruce de acusaciones entre Washington y Pekín ha alcanzado cotas muy elevadas. Ante la obstinación xenófoba de Trump de llamar «virus chino» al coronavirus, el portavoz de Exteriores chino, Zhao Lijian, llegó a insinuar que el Ejército de EEUU podría haber llevado el Covid-19 a China durante los Juegos Mundiales Militares, celebrados justamente en Wuhan pocas semanas antes del brote. Pero semanas antes de estas acusaciones, el senador republicano Tom Cotton ya había insistido a través de diversos canales que el virus podría haberse originado en un laboratorio de bioseguridad de Wuhan, una hipótesis refutada tajantemente por los científicos.
La comunidad científica rechaza abrumadoramente estas teorías. En un reciente estudio publicado en Nature Medicine, un equipo de científicos estadounidenses del centro Scripps Research prueba que el Covid-19 no se ha producido en laboratorio, ni ha sido diseñado de otras formas. Sencillamente, tiene un origen natural, en un proceso bien conocido por los biólogos: la zoonosis. Pero poco importa esto a las máquinas de propaganda.
Sin embargo, los cañones de opinión de Washington y Pekín tienen objetivos muy distintos: los primeros son ofensivos, y defensivos los segundos.
Una vez que ha doblado la curva de la epidemia y que su sistema de contención se ha revelado -de momento- como el único eficaz, China está dedicando enormes esfuerzos diplomáticos, políticos y económicos a ofrecer su ayuda -asesoramiento, material sanitario- a los países afectados, sobre todo a los europeos y muy especialmente a Italia y España. Al mismo tiempo que el gobierno chino, sus empresas -Huawei, Ali Baba, Xiaomi- e incluso los ciudadanos chinos en Europa donan lotes de millones de mascarillas, geles desinfectantes, EPIs y demás material a los hospitales, cosechando el agradecimiento de gobiernos y opinión pública. China se esfuerza en publicitar esos esfuerzos, ganando prestigio en Occidente y apareciendo como un factor de solución a la crisis.
El gobierno y los medios de comunicación norteamericanos juegan exactamente en sentido contrario. Con un doble objetivo. Primero, EEUU busca utilizar la epidemia para dañar todo lo que pueda a su gran oponente, China, tratando de frenar su imparable emergencia, que ya no se da solo en el terreno económico y comercial, sino en el político.
Pero en segundo lugar, en el plano interno, Trump trata de instalar ante su opinión pública un «chivo expiatorio» externo de lo que está por llegar. Mientras se escriben estas líneas, EEUU acaba de superar a España como tercer país del mundo con más infectados. Y según se desarrolle la epidemia, se va a poner en jaque la extrema debilidad de un sistema de salud pública norteamericano basado casi en su totalidad en seguros médicos privados, con una sanidad pública asistencial. Cuando los hospitales de más y más estados colapsen y los ciudadanos que logren superar la enfermedad se enfrenten a facturas de más de 35.000 dólares, la Casa Blanca necesita que China sea un blanco bien visible para la ira popular.
Expulsión de periodistas
La batalla de la propaganda también se traduce en la expulsión de periodistas. Las declaraciones xenófobas de Trump o artículos como el del Wall Street Journal -uno de los principales portavoces de la oligarquía financiera yanqui- titulado «China Is the Real Sick Man of Asia» («China es el verdadero hombre enfermo de Asia») ha causado indignación en el país asiático, y han colmado la paciencia de Pekín, que ha ordenado la expulsión de los corresponsales de nacionalidad estadounidense de los periódicos Washington Post, New York Times y Wall Street Journal.
Pero China alega que se trata de una medida recíproca, porque poco antes la Casa Blanca ordenaba la expulsión de 60 empleados chinos de las corresponsalías de sus medios estatales en EEUU. De hecho, el estigma de ser «pro-China» ya empieza a ser utilizado como un sambenito por Trump. En una rueda de prensa, el presidente acusaba a tres medios de comunicación críticos con su gestión de «alinearse con China».