La globalización -la formación de un mercado mundial, donde las economías de todos los países pasan a estar interrrelacionadas, unidas y conectadas por múltiples vínculos de dependencia- no es ni mucho menos un fenómeno nuevo.
A finales del siglo XIX Marx ya hablaba de él, y a principios del XX Lenin ya analizó que la llegada de la nueva y última fase del capitalismo, el imperialismo o fase monopolista había hecho que todos los países del mundo sin excepción entrasen a formar parte de una misma y sola cadena imperialista, de una misma red de operaciones del capital financiero a nivel global, de una conjunto de relaciones de alianzas y dependencias regidas «según el capital, según la fuerza».
Sin embargo, la actitud de la única superpotencia, los EEUU, ante este fenómeno -consustancial al mismo modo de producción capitalista- ha variado sustancialmente, según sus intereses, en cada periodo histórico.
A finales de los 90, con la URSS felizmente colapsada y con Washington como única superpotencia, la adminstración Clinton o de los Bush promovió la globalización como una forma de derribar las barreras arancelarias en el planeta, para hacer que el gran capital norteamericano -que en ese momento estaba en una fase expansiva y ebrio de éxito, proclamando el «Fin de la Historia» al haber ganado la Guerra Fría- pudiera expandirse por el mundo y llegar a nuevos mercados, antes pertenecientes a la órbita de Moscú.
Treinta años después, EEUU se ha convertido en el principal enemigo de la globalización.
Para dificultar el crecimiento de China -su gran oponente geopolítico, y la principal amenaza a su hegemonía- y de otras potencias emergentes del Tercer Mundo, Washington está dispuesto a ralentizar el crecimiento mundial. Con una guerra comercial y arancelaria con China que Trump declaró, pero que Biden en lo fundamental ha mantenido. Con el boicot que Washington ha declarado contra Pekín en sectores estratégicos de alta tecnología, como los semiconductores. O con los vetos a los países vasallos para que no se sumen -o abandonen, como el caso de Italia, que ya lo había acordado con China- proyectos como el de la Nueva Ruta de la Seda.
Pero sobre todo, maniobrando para revalorizar el dólar o para imponer y mantener altos tipos de interés no sólo en EEUU, sino en las economías «aliadas», la gran burguesía monopolista norteamericana está ordenando una mayor cuota de tributos al conjunto del planeta. Atacando el crecimiento de países del Tercer Mundo, pero afectando también a zonas de dominio norteamericano como Europa.
Hoy, la declinante superpotencia norteamericana, llevada en pos de sus propios y egoístas intereses, es la principal amenaza no sólo a la globalización, sino al crecimiento económico mundial.