La unidad entre el PSC y el PSOE, forjada a lo largo de 36 años de colaboración política, sufre ahora una dura prueba a causa del empuje del soberanismo en Cataluña. En realidad ningún gran partido se encuentra a salvo de las confrontaciones internas por diferencias territoriales, como lo evidencian el rechazo de los barones del PP al plan de financiación que les presentó Alicia Sánchez Camacho, o el desafío fiscal del presidente de la Comunidad madrileña al Gobierno de Rajoy. Pero el partido gobernante se encuentra protegido todavía por la solidez de su mayoría absoluta, mientras la situación de los socialistas es mucho más frágil.
Esas tensiones abocaron a una votación de distinto signo entre diputados del PSOE y del PSC en la noche del martes, en el Congreso. Hay que reconocer la coherencia de ambas posiciones con lo que cada una de ellas cree representar respecto a sus respectivas opiniones públicas. El PSC no puede votar en contra de un “derecho a decidir” que tiene reconocido en su programa electoral, y el PSOE ha asumido la tesis de que el resto de los ciudadanos nunca aceptará el derecho de los catalanes a decidir por sí solos algo que afecta al conjunto de los españoles.
El conflicto está servido y algunos veteranos militantes socialistas se muestran nostálgicos de lo que fue la antigua federación catalana del PSOE. Por cierto, esa formación no ha sido probada en las urnas desde la Transición, porque en Cataluña ha concurrido el PSC. El declive electoral de este alienta la tentación de resucitar aquella, aunque parece dudoso su futuro si llegara a producirse la explosión interna del socialismo catalán.
Las direcciones del PSOE y del PSC no quieren romper, a juzgar por sus intentos de minimizar el alcance de lo sucedido. Pero les falta acreditar la fortaleza de una opción propia. Si han decidido que su oferta a la sociedad es una reforma federal, deben dar pruebas de que su línea al respecto es firme y creíble, con independencia de las de sus rivales. Ahora bien, si el acuerdo federalista aprobado en Granada, el verano pasado, fue solo para aguantar juntos un poco más, entonces sí que podría consumarse la fractura de lo que ha sido una de las corrientes centrales de la política española.
Carece de sentido echar la culpa de las dificultades al tacticismo de Rosa Díez, cuya iniciativa forzó al PP y al PSOE a votar contra el “derecho a decidir”. Lo que depende de los socialistas es demostrar la solidez de una política propia, útil para sacar a los ciudadanos del atolladero territorial y no solo para salvar las conveniencias de los dirigentes. Si el pulso entre el extremismo soberanista y el quietismo del PP terminara cobrándose la ruptura entre el PSOE y el PSC, quedaría eliminado uno de los diques que protegen la estabilidad frente a la aventura independentista, en perjuicio no solo de los socialistas, sino de todos los que intentan reconducir el peligroso proceso puesto en marcha por Artur Mas y ERC.