La exhumación de Franco centra hoy toda la atención mediática en la figura del «generalísimo». Sin embargo el régimen político, el fascismo, va a jugar un papel decisivo en el desarrollo del capitalismo monopolista en España. Con el nuevo régimen, la oligarquía financiera y terrateniente iba a imponer una feroz y sanguinaria dictadura que le permitirá llevar adelante durante los siguientes 40 años un intensivo proceso de acumulación de capital.
Tras la victoria de Franco en la guerra tres tareas esenciales se imponen al nuevo régimen. En primer lugar completar la liquidación de las fuerzas populares y revolucionarias mediante la aplicación sistemática de la represión y el terror. En segundo lugar, reconstruir el Estado, crear los nuevos aparatos represivos, jurídico-políticos e ideológicos mediante los que la clase dominante iba a ejercer su dominio en las siguientes cuatro décadas. Por último, definir las relaciones, el sistema de alianzas y el alineamiento internacional de la oligarquía y su Estado en medio de la vorágine desatada por la IIª Guerra Mundial.
En 1939, con el triunfo franquista y la derrota republicana, se instaura en España una dictadura terrorista de tipo fascista como la nueva forma de dominio que va a permitir a la oligarquía financiera y terrateniente mantener y reforzar su poder a lo largo de casi 4 décadas.
Será a través de esta dictadura –la más prolongada y sanguinaria que ha conocido nuestro país en toda su historia– como el gran capital financiero, los grandes magnates de la industria y el comercio, los grandes terratenientes consigan llevar adelante una ingente acumulación de capital que permitirá el afianzamiento y el pleno desarrollo del capitalismo monopolista en España.
A través de su dominio exclusivo del poder estatal, la oligarquía española pudo a lo largo de la dictadura franquista desarrollar la concentración y la monopolización de los sectores fundamentales de la economía. A través de un sin fin de organizaciones estatales y paraestatales, se impusieron coercitivamente los intereses oligárquicos a toda la sociedad, se redistribuyeron los recursos productivos en beneficio de una ínfima minoría, se aceleró la monopolización de nuevos sectores y la acumulación de gigantescas masas del capital en unas pocas manos. Mientras en los años que van del 39 al 54, el hambre y la miseria, las cartillas de racionamiento y la explotación salvaje se abatía sobre clase obrera y el pueblo, la oligarquía financiera y terrateniente reconstruía su propiedad sobre la industria nacional, utilizaba las contradicciones entre las potencias imperialistas durante la guerra para aumentar el precio de sus mercancías y multiplicar sus beneficios, al tiempo que las nuevas castas burocráticas del régimen se forraban con el estraperlo o el mercado negro de medicinas básicas.
Los salarios fueron rebajados al nivel anterior a julio de1936, mientras la escasez de víveres, la especulación y el mercado negro habían hecho subir en tres y cuatro veces los precios de las subsistencias. En millones de hogares reinaba el hambre: en 1940, el Auxilio Social distribuía mensualmente 25 millones de raciones de sopa (de una población total de 20 millones) a personas carentes de todo ingreso y que acreditasen “buena conducta”. En el campo, los jornaleros que habían recibido parcelas de tierra tuvieron que devolverlas a los terratenientes, pagando las rentas devengadas. Arrendatarios y aparceros fueron expulsados en masa o se les impuso por la fuerza el pago de rentas atrasadas hasta de tres y cinco años. La privación de todo derecho, de toda posibilidad de organizarse y defender sus intereses a las clases populares permitió a la oligarquía ejercer una explotación sin límite de la clase obrera y de las masas trabajadoras. Salarios ínfimos, interminables alargamientos de la jornada de trabajo, condiciones de trabajo penosas, despido libre y represión policial para cualquiera que se atreviera a denunciarlo.
Sólo con estas condiciones de sobre-explotación y represión pudo la clase dominante iniciar el camino de la “modernización” de España, es decir, el desarrollo de un capitalismo monopolista más o menos equiparable a los del resto de países del segundo mundo.