Hace apenas tres meses, a finales de mayo, los medios de comunicación norteamericanos se hacían eco de un «modesto» pero significativo éxito en la lucha contra al Qaeda en las remotas montañas del desierto yemení. Un ataque aéreo había golpeado y destruido a un grupo sospechoso de ser agentes de Al Qaeda en la provincia de Marib, cuna de la legendaria reina de Saba.
Presentado inicialmente como una acción de las decréitas fuerzas aéreas de la época soviética de Yemen, poco tardó sin embargo en saberse que los misiles habían salido de un portaaviones norteamericano situado en las aguas del golfo de Adén. Y que el ataque, el cuarto de este tipo lanzado desde diciembre por las tropas norteamericanas, había matado también al gobernador de la provincia, a un diputado del congreso yemení y a un prestigioso líder local que actuaba en la zona de contrapeso a al Qaeda, tratando de convencer a las tribus locales para que no se unieran a ella. El hecho, que en sí mismo parece no tener demasiada trascendencia, poco más de una repetición casi mimética de lo que ocurre cada semana en Afganistán y Pakistán, permite sin embargo hacerse una idea cabal de las nuevas “guerras en la sombra” que la administración Obama está desplegando en África, Oriente Medio, el sudoeste asiático y Asia Central. En más de una docena de países –que cubren una extensa área geográfica que va desde los desiertos del norte de África a las montañas de Pakistán, pasando por la península arábiga y las ex repúblicas soviéticas paralizadas por luchas étnicas y religiosas–, Estados Unidos ha aumentado significativamente las operaciones militares y de inteligencia, la persecución y eliminación de líderes y combatientes enemigos usando aeronaves robotizadas (llamados drones, aviones inteligentes no tripulados) y equipos de comandos, contratando a contratistas privados para tareas de espionaje y el entrenamiento, financiación y formación de fuerzas locales antiterroristas y contrainsurgentes bajo su dirección. Desde la llegada de Obama a la Casa Blanca, se ha intensificado la campaña de misiles teledirigidos de la CIA en Pakistán, se han aprobado ataques contra supuestos agentes de Al Qaeda en Somalia y puesto en marcha operaciones clandestinas en Kenia. El gobierno de Obama ha trabajado con los aliados europeos para desmantelar grupos terroristas en el norte de África, entre los que está incluido el recién fracasado ataque francés para liberar a un rehén en el norte de Malí. Y el Pentágono está utilizando redes de contratistas privados para recabar información acerca de cosas como buscar los escondites de los militantes islamistas en Pakistán o la ubicación de soldados estadounidenses u otro tipo de rehenes en manos de los islamistas radicales. Aunque esta guerra sigilosa comenzó con la administración Bush, se ha ampliado enormemente con Obama. Y prácticamente no se ha reconocido públicamente ninguno de estos nuevos pasos agresivos llevados a cabo por el gobierno de Estados Unidos. Mientras el aumento de tropas en Afganistán se produjo después de meses de intenso debate, la campaña militar estadounidense en Yemen, por ejemplo, comenzó en diciembre sin previo aviso y nunca ha sido confirmada oficialmente. Del martillo de Bush al bisturí de Obama El máximo asesor de Obama en la lucha antiterrorista, John O. Brennan, calificaba a la perfección esta nueva estrategia de guerra, definiéndola como “basarse en el bisturí, en lugar de usar el martillo”. Según él, los beneficios de estas nuevas “guerras en la sombra” contra al Qaeda y otros grupos islamistas radicales son múltiples. A diferencia de las guerras de Irak y Afganistán, la nueva estrategia tranquiliza, de acuerdo con Brennan, su arquitecto y máximo defensor, a los políticos y los votantes estadounidenses frente a los enormes costes de las grandes guerras que derrocan a los gobiernos, necesitan años de ocupación militar y corren el riesgo de convertirse en catalizador de una mayor radicalización en todo el mundo musulmán. Algo que realmente no es de extrañar. No en vano Zgnieb Bzrezinski –fundador de la Trilateral con Rockefeller, director de Seguridad Nacional con Carter, asesor en política exterior de Obama y uno de los máximos arquitectos demócratas en diseñar políticas estratégicas para preservar la hegemonía norteamericana– llegó hace muchos años a la conclusión de que “el ejercicio de un poder imperial sostenido” es incompatible con el “hedonismo personal” y el “escapismo social” dominantes en la sociedad norteamericana, que se manifiesta repetidamente entre el pueblo norteamericano bajo la forma de “un fuerte rechazo contra todo uso selectivo de la fuerza que suponga bajas, incluso a niveles mínimos”. Y que, como consecuencia, hace “cada vez mayor la dificultad para movilizar el necesario consenso político a favor de un liderazgo sostenido, y a veces también costoso, de los EEUU en el exterior”. La nueva estrategia de Obama de “guerras en la sombra” está, precisamente, diseñada para salvar esos obstáculos. Frente a la doctrina de la era Bush, de hacer valer todo el peso de la abrumadora superioridad militar yanqui, descargándola como un martillo pilón en aquellas áreas estratégicas vitales para su dominio mundial (y que tan catastrófico resultado ha provocado), la nueva línea está diseñada para actuar como una especie de bisturí de “hierro y fuego”, dirigiéndose directamente a la cabeza de las fuerzas enemigas para tratar de seccionarlas, a través de distintos medios, de un solo tajo. Rápido, limpio y prácticamente invisible, sin estridencias. Riesgos internos y externos Sin embargo, esta estrategia de guerras ocultas no está exenta de riesgos. Para el New York Times, que se hizo eco del asunto en un extenso reportaje publicado a mediados de agosto, las posibles operaciones fallidas añaden combustible a la ira anti-estadounidense, difuminan la línea entre soldados y espías, lo que podría poner en peligro a sus tropas al privarles de las protecciones y garantías para combatientes prisioneros de guerra que establece la Convención de Ginebra, debilitan el sistema de supervisión que el Congreso estableció para prevenir abusos por parte de agentes secretos de Estados Unidos, y promueve una excesiva dependencia de autoritarios líderes extranjeros e intermediarios con lealtades poco claras. El ataque de mayo en el Yemen, por ejemplo, provocó un contraataque de venganza contra un oleoducto por parte de tribus locales y produjo una favorable acogida a la propaganda de Al Qaeda en la Península Arábiga. También dejó el presidente yemení Saleh furioso por la muerte del funcionario provincial, Jabir al-Shabwani, y le obligó a tomar medidas para prevenir una reacción antiamericana. De acuerdo al reportaje del Times, las demandas de la administración Obama han acelerado la transformación de la CIA en una organización mitad paramilitar, mitad agencia de espionaje. En las montañas de Pakistán, la agencia ha ampliado su campaña más allá de los ataques selectivos de los drones contra líderes de Al Qaeda y ahora elimina periódicamente grupos y convoyes logísticos de los que sospecha están compuestos por enemigos, de la misma forma que los militares harían picadillo una fuerza enemiga. Por su parte, continúa el Times, el Pentágono actúa cada vez más como la CIA. En todo el Oriente Medio y otros lugares, las tropas especiales de operaciones en misiones secretas han llevado a cabo tareas de espionaje y "órdenes de ejecución" que una vez fueron dominio exclusivo de los organismos de inteligencia civil. Con nombres código como Eager Pawn y Spade Indigo, estos programas suelen funcionar todavía con menos transparencia y control por el Congreso que las tradicionales acciones encubiertas de la CIA. Y como las operaciones de contraterrorismo se han propagado más allá del territorio hostil para los militares en las zonas de guerra, los contratistas privados han asumido un papel destacado, incrementando las preocupaciones de que Estados Unidos ha externalizado algunas de sus misiones más importantes a ejércitos privados a menudo incontrolables.