El principio de la normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, anunciado ayer en sendos mensajes públicos por los mandatarios Raúl Castro y Barack Obama, constituye un triunfo histórico para la sociedad y el gobierno de la isla, y es un hecho que dará trascendencia a la trayectoria presidencial del segundo.
La normalización incluye, para empezar, el restablecimiento de los vínculos diplomáticos entre ambos estados, rotos desde 1961, y la atenuación, por la Casa Blanca, en el brutal, inhumano e ilegal embargo que desde hace más de medio siglo ha aplicado contra la isla; el inicio de acciones de cooperación en materias de salud, inmigración, combate al terrorismo y al tráfico de drogas; respuesta a catástrofes, incremento del transporte, el comercio, así como la información entre ambos países y la autorización para intercambios turísticos y financieros bilaterales. La eliminación definitiva del bloqueo dependerá del Congreso estadunidense, toda vez que requiere de reformas legislativas, aunque Obama exhortó a los legisladores a emprender una discusión seria y honesta al respecto.
En el espíritu de la normalización, ambos gobiernos acordaron liberar, el de Cuba, al contratista Alan Gross, quien estuvo encarcelado cinco años por intentar la instalación de una red de telecomunicaciones no autorizada, y de un espía anónimo preso durante dos décadas; y el de Estados Unidos, a tres de los cinco agentes de la inteligencia cubana que aún mantenía presos y que fueron capturados en 1998, cuando reunían información sobre actividades terroristas en Miami.
La liberación de los cinco, considerados héroes en su país, constituye además un motivo de celebración para el gobierno y la sociedad, la cual se movilizó en repetidas ocasiones en demanda de su libertad, así como la concreción de la promesa formulada hace más de una década por el ex presidente Fidel Castro de que serían llevados de vuelta a Cuba.
Del discurso pronunciado ayer por Obama puede concluirse, sin ambigüedad, que el afán de la clase política de su país por asfixiar al gobierno de Cuba por medios políticos, diplomáticos, comerciales y financieros, ha fracasado, como sucedió anteriormente con los intentos de Washington por derrocar a Fidel Castro por vías militares y ataques terroristas. Así lo señaló el propio mandatario estadunidense al reconocer que la política tradicional contra la isla partía de un enfoque obsoleto que fracasó, que no sirve al pueblo estadunidense ni al cubano, que representa cadenas del pasado y que ha implicado un esfuerzo inútil por empujar a Cuba al colapso.
En suma, por lo que respecta a Cuba, la hostilidad convertida en política de Estado de Washington ha llegado a su fin –aunque siga pendiente la derogación de las leyes del bloqueo–, y ello ocurre sin que La Habana haya realizado concesión alguna en su modelo político y económico. Como expresó ayer mismo el presidente Castro, el diálogo bilateral secreto que culminó en los anuncios se ha desarrollado sin menoscabo a la independencia nacional y la autodeterminación cubanas.
Tales anuncios también constituyen un logro de importancia capital para el papado de Francisco, el pontífice argentino que tomó la iniciativa en la mediación entre La Habana y Washington, a fin de lograr la normalización de las relaciones bilaterales, y de la diplomacia canadiense, que coadyuvó en el proceso. Asimismo, el hecho demuestra la justeza de la postura de los gobiernos latinoamericanos, los cuales abogaron durante décadas por el fin de la hostilidad oficial estadunidense contra Cuba.
Obama tiene ante sí, a partir de ahora, el doble desafío de enfrentar el enojo de los sectores más reaccionarios de su país, que han recibido la noticia con palpable disgusto, y de promover en el Capitolio el fin del bloqueo. Pero, con independencia de la suerte que corra en ambas tareas, debe reconocérsele la valentía y la determinación que ha exhibido al emprender un deslinde claro e inequívoco con respecto a uno de los rasgos más vergonzosos y agraviantes –y de los más arraigados– de la política exterior de su país.