El 8 de noviembre, las elecciones norteamericanas van a dilucidar el inesperado duelo entre Hillary Clinton, una de las políticas más influyentes en Washington, y Donald Trump, un completo desconocido para el gran público hasta hace muy pocos meses.
De forma prácticamente unánime se ha extendido la idea, en los grandes medios y entre los analistas, tanto a derecha como a izquierda, de que la opción “menos mala” es la de un triunfo de Clinton que evitaría la amenaza de una superpotencia encabezada por un personaje como Trump.
Nadie puede negar el carácter ultrareaccionario de Donald Trump… ¿pero debemos de respirar aliviados con la investidura de Hillary Clinton como presidenta… o esta es, para todos los pueblos del mundo, una amenaza que esconde peligros si cabe más reales?
Detrás de las bravuconadas de Trump hay toda una propuesta sobre como EEUU debe seguir gestionando su hegemonía, que necesariamente debe apoyar importantes sectores de la burguesía norteamericana.
Y que gira en torno a una cuestión clave: como enfrentar desde Washington el acelerado crecimiento de la influencia global de China.
Trump no alaba a Putín o a Erdogan porque admire sus políticas autoritarias. Sino porque propone atraerlos -para lo que es necesario que Washington respete sus intereses- a una especie de “frente global antichino” que limite la emergencia de Pekín a unos límites que no desafíen la hegemonía norteamericana.
Detrás de las posiciones políticas de Hillary Clinton hay también toda una política internacional para la superpotencia yanqui. Sólo aparentemente menos agresiva y belicista que la defendida por Trump.
Como secretaria de Estado bajo la presidencia de Obama, Clinton impulsó el proyecto de trasladar el grueso de las fuerzas militares desde Europa y Oriente Medio al Pacífico Oriental, con el objetivo de convertir a EEUU en el “pivote asiático”.
Calificando a China de “amenaza militar potencial”, impulsando la creación de alianzas antichinas entre otros Estados de la región, y rodeando a China con movimientos militares cada vez más agresivos.
Una táctica consistente en intentar contener el ascenso de China, encerrando la expansión de su influencia en las fronteras asiáticas, azuzando y multiplicando las contradicciones de Pekín con sus vecinos de forma que su ascenso se vea, si no paralizado, sí al menos ralentizado.
A costa de socavar la estabilidad en la que es ya la región clave del planeta.
Hillary Clinton es una versión endurecida de la línea Obama, mucho más proclive a utilizar la fuerza militar para garantizar los intereses norteamericanos en el mundo.
Su primera tarea como secretaria de Estado fue dar cobertura diplomática al golpe que derrocó al gobierno de Manuel Zelaya en Honduras. Defendió que los bombardeos en Irak y Siria contra el Estado Islámico fueran acompañados de un despliegue de tropas sobre el terreno. Y contribuyó a diseñar las operaciones militares en Libia, utilizando la doctrina de “responsabilidad para proteger” (R2P) como pretexto.
Los hechos nos demuestran que, si Trump es una amenaza -que sin duda lo es-, una presidencia de Hillary Clinton supondrá más peligros para los pueblos del mundo, incrementando las agresiones de la superpotencia.
De hecho, la apuesta principal de la burguesía estadounidense es Clinton, no Trump. Por eso -y no por rechazar el carácter reaccionario de Trump- los principales medios norteamericanos la han apoyado.
A diferencia de Trump, Clinton sí pertenece al stablishment político tradicional, directamente vinculado a los grandes centros de Wall Street. La filtración de los correos de su jefe de campaña así lo confirman, evidenciando una conjunción de intereses entre Clinton y los grandes bancos norteamericanos, para aprobar leyes que multipliquen sus ganancias o vencer las resistencias a la aprobación de tratados como el TTIP.
Presentar a Clinton como la opción que los progresistas debemos apoyar para frenar a Trump, esperando con ello un dominio menos agresivo y más suave de la superpotencia, es confundir a todos los pueblos del mundo.