Desde la voluntad de cuestionar y pulverizar todo lo que el orden establecido ofrecía como verdades inmutables, las vanguardias permiten una explosión de libertad creativa, poniendo al viejo mundo literalmente patas arriba.
Al Cafe Voltarie de Zurich, el lugar donde nacerá el dadaismo, el radical movimiento del que nacerán muchas de las vanguardias artísticas, acudía habitualmente un exiliado ruso a jugar al ajedrez. Era Vladimir Ilich Ulianov, que ha pasado a la historia como Lenin.
Se mire donde se mire, las vanguardias artísticas y la Revolución de Octubre aparecen unidas por un hilo de plata.
Dos terremotos que cambiaron el mundo esta vez sí de forma radical. Ni el arte ni la realidad política y social volverían a ser los mismos. Y abrieron la posibilidad de pensar y hacer lo que algunos habían decretado impensable.
Ambos son hoy silenciados, o incluso subvertidos, cuando se convierte a las vanguardias en una mera estampa de provocación desligada del contenido revolucionario de sus obras.
Desde Foros 21 queremos celebrar el nacimiento de las vanguardias artísticas, ahora que cumplen su primer centenario. Presentando como su misma irrupción fue toda una revolución, un cuchillo demasiado afilado que el poder sigue hoy esforzándose por volver romo.
Un viejo mundo que se vuelve insoportable
En febrero de 1916 se inaugurará en Zurich el Cabaret Voltaire, que pronto se convertirá en motor de una revolución en el arte, alumbrando el nacimiento del dadaismo.
En ese momento, Europa sufría con la Iª Guerra Mundial una carnicería de dimensiones desconocidas.
Muchas cosas se quebraron definitivamente con la primera gran guerra imperialista. La sociedad burguesa, que había prometido un desarrollo ilimitado bajo el impulso de la razón y la técnica, mostraba de la forma más brutal al mundo su verdadero rostro. Munch plasmó con “El grito” el horror de las hasta entonces satisfechas sociedades europeas ante el infierno que se abría ante sus ojos.
Todas las conciencias se agitaron. La sociedad que había parido ese monstruo se volvió de repente insoportable, y sus valores, su arte, su política -en expresión acuñada por el surrealismo español- se convirtieron en “putrefactas”.
Y el arte, con una especial sensibilidad hacia los cambios, se convirtió en una de las puntas de lanza de una nueva y revolucionaria conciencia.
Ya desde el último tercio del siglo XIX, los artistas habían luchado por derribar los estrechos límites entre los que la bienpensante sociedad burguesa intentaba encerrar su creatividad. El cubismo había arrojado una piedra contra el cristal, y reconstruido los trozos rotos de una manera radicalmente diferente, evidenciando que la realidad podía percibirse desde otra mirada.
La Iª Guerra Mundial convirtió, para los sectores más avanzados, ese viejo mundo burgués en algo asfixiante que era urgente triturar para poder respirar. De este impulso revolucionario nacen todas las vanguardias.
Se intenta reducir las vanguardias del primer tercio del siglo XX a una provocación sin norte definido, a un caótico movimiento que actúo fundamentalmente como un revulsivo.
Esta es una interesada versión, dirigida a suavizar las aristas más puntuaguidas, a borrar el contenido auténticamente revolucionario de las vanguardias.
Todas ellas (dadaísmo, surrealismo, constructivismo, expresionismo, fauvismo, cubo-futurismo…) se lanzan con una furia feroz a destruir todas las ideas y valores presentadas hasta entonces como venerables, a desvelar como el “brillante mundo” de las burguesías liberales estaba podrido hasta la médula y su hedor era ya insoportable.
Las vanguardias no tuvieron nada de provocación gratuita. Declararon una guerra sin cuartel contra los pilares del orden establecido, su moral, sus constumbres, sus gustos y cánones artísticos… Había que destruir el viejo mundo para poder construir uno nuevo.
Y eso era extensible también a las formas, cánones y sensibilidad artística declaradas como oficiales.
Con la Iª Guerra Mundial se destruye todo un ideal de civilización burgués impuesto desde las guerras napoleónicas. Una grieta se abrirá en el orden imperialista, producto de la debilidad de las viejas potencias tradicionales, desangradas por la guerra y que ya no son capaces de imponer como antes un dominio incuestionable.
Esa grieta permitirá que afloren, como un torrente impetuoso contenido durante siglos, una explosión de creatividad en todos los ámbitos, del que las vanguardias artísticas serán una de sus más activas fuerzas de choque.
Terremoto Dada
Entre 1916 y 1925, el dadaismo recorrió el mundo, como la primera descarga de unas vanguardias que supondrán una ruptura radical con todo lo establecido.
Ante la primera exposición de la Galerie DaDa, uno de los más influyentes críticos reaccionó furibundamente afirmando que “el dadaismo es la más enferma, paralizante y destructiva idea nacida de un cerebro humano”.
Tenía razón. Porque el dadaismo había declarado la guerra a él, y a todas las personas, ideas e instituciones que sostenían y reproducían el orden social vigente.
El dadaismo fue fundado en Zurich por exiliados como Tristan Tzara, poeta rumano, antibelicista, que abandonó su país natal cuando entró en la Iª Guerra Mundial. Más tarde, Tzara apoyará la República española, se alistará en la resistencia antinazi y se convertirá en militante del Partido Comunista Francés.
Más allá de su radicalidad y activismo político, todos los integrantes del dadaismo compartían la necesidad de combatir desde el arte la carnicería de la guerra y la sociedad que lo había engendrado.
El mismo nombre del movimiento, dadaismo, es una reacción burlesca contra el Cándido de Voltaire, obra cumbre sobre el optimismo de la razón, emblema del pensamiento burgués.
El dadaismo enarbolará la irracionalidad frente a una razón que produce monstruos, reinvidicó el primitivismo -ya explorado por el cubismo- frente al dominio castrador de la técnica, se rió del buen gusto y el arte burgués, prefiriendo utilizar materiales rudos o deshechados, aulló que “la vida es infinitamente grotesca” y se manifestó a favor de “la continua contradicción” frente a un orden y un equilibrio dominantes que eran en realidad una cárcel.
Algunas de las frases entresacadas de los diferentes manifiestos dadaistas expresan expresan su carácter subversivo y transgresor: “Sigan. Hagan el amor y rómpanse la cabeza”; “nosotros desgarramos y preparamos el gran espectáculo del desastre”; “buscamos un conocimiento ridículo de la vida”; “destruyo las gavetas del cerebro y las de la organización social: desmoralizar por todas partes y echar la mano del cielo al infierno”; “reclamamos una necesidad de independencia, aquella que desciende a las minas de flores de cadáveres y de espasmos fértiles”.
Dada será, como lo definió Tristan Tzara, “un microbio virgen” que infectará saludable y fecundamente el arte. En él encontramos literatos como Tzara, André Breton, Louis Aragon, pintores como Duchamp, representantes de una nueva fotografía como Man Ray, cineastas como Hans Richter… Con el dadaismo colaboraron figuras de la talla de Picasso, Apollinaire, Marinetti, Kandisnky…
El dadaismo por su propia radicalidad ofrecía un extraordinario y libérrimo torrente de creatividad, pero que como toda llama incandescente necesitaba autodestruirse para avanzar.
Como movimiento, el dadaismo duró apenas unos pocos años, pero su hachazo abrió una brecha de la que se alimentarán todas las vanguardias. De su seno surgirá el surrealismo. Otros sectores se hermanarán con el constructivismo soviético, alumbrando la Bauhaus alemana.
Años más tarde, muchas obras y autores dadaistas serán incluidos en la exposición de “arte degenerado” organizada por los nazis en 1937. Sabían que Dada era la semilla de todo lo que ellos odiaban.
Cien años después el grito del dadaismo sigue conservando todo su pontencial revolucionario. Por eso apenas se ha hablado en los grandes medios sobre el centenario de su nacimiento, a pesar de las incalculables consecuencias que tuvo para la evolución del arte. Pero hay cosas peores. El Cabaret Voltaire, donde nació el dadaismo, se ha convertido en una atracción para turistas, y se pretende institucionalizar su legado. Es la estrategia de convertir las vanguardias en un objeto de consumo inofensivo y asimilable por el poder.