Desde que, sin sorpresas, las elecciones del 9 de agosto dieran como ganador a Aleksander Lukashenko -un autocrático mandatario que lleva 26 años gobernando en Bielorrusia- con más del 80% de los votos, gigantescas movilizaciones de cientos de miles de personas vienen exigiendo su dimisión y la repetición de los comicios, en medio de un ambiente de fuerte represión. ¿Qué está pasando en esta república ex-soviética?
Un clima de fuerte división está sacudiendo Bielorrusia. Envueltos en la bandera blanca con una franja roja -la usada antes de la Revolución Rusa y tras la caída de la URSS- que se ha convertido en el símbolo de la oposición, cientos de miles de personas llevan 15 días consecutivos manifestándose contra Lukashenko, un presidente que lleva desde 1994 ganando elecciones con inauditos porcentajes cercanos al 80% de los votos.
Con consignas como “¡Creemos, podemos, venceremos!”, los manifestantes exigen el fin de su gobierno autoritario. Hasta hace pocos meses, Bielorrusia era un país donde la mayoría evitaba hablar de política en público, y más si era contra el gobierno. Ahora, manifestaciones de 100.000 personas recorren las avenidas de Minsk, y grandes protestas resuenan en el resto de ciudades.
Lukashenko, un autócrata a la soviética
Al igual que en el caso de Putin, hablar de la trayectoria de Lukashenko es contar la historia de un antiguo jerarca soviético, que conserva formas y maneras típicas del socialfascismo. Este antiguo director de koljoz (granja estatal) ha llamado a los manifestantes “ratas”, “basura”, y «títeres de Occidente», y ha escenificado su postura de fuerza: aterrizando en helicóptero en el Palacio presidencial, con chaleco antibalas y kalashnikov, dio un ultimátum a los manifestantes: “Tienen el fin de semana para pensar. A partir del lunes que no se arrepientan”.
Hay más de 7.000 detenidos en las protestas, decenas de desaparecidos y se ha confirmado la muerte de tres personas. Algunos de los liberados de las cárceles han mostrado sus marcas de tortura.
Lukashenko no pierde oportunidad para comparar las movilizaciones rojiblancas con la “revolución de colores” ocurrida en Ucrania en 2014, cuando las manifestaciones europeístas desalojaron al presidente Yanukóvich, aliado del Kremlin. Asegura que la oposición es una marioneta de Occidente y la OTAN, y que su objetivo es alejar al país de la esfera de Rusia, su aliado tradicional.
Un sustrato de genuino descontento
Sin embargo, la comparación con lo sucedido en Ucrania en 2014 no es tan evidente. Las movilizaciones del Euromaidan tomaron como bandera la integración de Ucrania en la UE y la OTAN y la salida de Kiev de la órbita de Moscú. En las movilizaciones contra Lukashenko no se pide entrar en los 27 ni en la Alianza Atlántica. De hecho, se ha visto a algunos manifestantes portar banderas rusas para mostrar que Lukashenko no tiene razón y que las protestas no van contra Moscú.
Rusia y Bielorrusia tienen una especial integración económica e histórica. Los ciudadanos rusos y bielorrusos pueden trabajan sin restricciones en ambos países, y el ruso es la lengua materna del 72% de los bielorrusos.
A pesar de los relativamente buenos estándares de Bielorrusia en materia socoeconómica, hay un sustrato de genuino descontento popular contra 26 años de gobierno burocrático y autoritario de Lukashenko, especialmente entre sectores trabajadores ante la progresiva degradación de sus condiciones de vida y trabajo.
Las movilizaciones de obreros industriales contra el gobierno Lukashenko llevan consignas que difícilmente podrían ser promovidas por la injerencia occidental de EEUU o de la UE. Además de exigir la democratización del sistema político o la liberación inmediata de los miles de detenidos, las exigencias pasan por la prohibición de la privatización de las empresas públicas, la cancelación de la reforma del sistema de pensiones, la abolición del sistema de multas y pérdida de bonos, el aumento de las ayudas sociales o la creación de nuevos sindicatos frente a los oficialistas.
Entonces ¿es una revolución de colores?
Si bien gran parte del descontento contra Lukashenko es plenamente legítimo, eso no quiere decir que en la crisis en Bielorrusia no estén interviniendo fuerzas extranjeras, y en primer lugar las del hegemonismo yanqui.
Aunque Bielorrusia forma parte del área de influencia de Rusia, Lukashenko conserva un notable grado de autonomía respecto al Kremlin. El autócrata quiere estar cerca de Rusia, pero no demasiado cerca.
En 1999 Moscú y Minsk firmaron el Estado de la Unión, una especie de Tratado de integración económica y de defensa común. Pero en su desarrollo, este acuerdo hacía perder poder al gobierno de Minsk, y a pesar de las exigencias del Kremlin, Lukashenko ha ido resistiéndose a llevar adelante la integración.
Durante años, Rusia ha vendido hidrocarburos subvencionados a Minsk, una parte de los cuales eran refinados y vendidos al extranjero para conseguir divisas. Pero la relación entre Putin y Lukashenko se agrió después de la Cumbre de Sochi, en 2019. El bielorruso seguía dando largas a avanzar en el Estado de la Unión y Rusia decidió subir el precio del crudo.
Entonces Lukashenko empezó a acercarse a EEUU y a hablar de «soberanía bielorrusa». Compró petróleo a Noruega y a Arabia Saudí, y después de la visita del secretario de Estado, Mike Pompeo, a Minsk, ofreciéndole «precios competitivos», también adquirió crudo estadounidense. Finalmente se restablecieron relaciones diplomáticas plenas con Washington, y se reabrió la embajada estadounidense en Bielorrusia, después de una década cerrada.
Más tarde Lukashenko y Putin han vuelto a acercarse, de hecho Rusia, al contrario que EEUU o la UE, sí da por válido en resultado electoral. Pero la existencia en Minsk de una embajada de EEUU ha catalizado los movimientos opositores, que aunque ya venían de antes, tienen nuevos vuelos…. y nueva financiación.
El año pasado, la Fundación Nacional para la Democracia (NED, por sus siglas en inglés) financió al menos 34 proyectos y organizaciones en Bielorrusia, una maniobra que forma parte del ‘modus operandi’ hegemonista para cooptar a numerosas plataformas de la «sociedad civil» y luego usarlas con fines desestabilizadores.
Dos de los principales medios de comunicación que impulsan las protestas son la emisora internacional Radio Liberty y la cadena de televisión Belsat.eu. Ambas emiten desde Polonia y están financiadas por el Departamento de Estado de EEUU.
La principal líder opositora, Svetlana Tijanovskaya, exiliada en Lituania, se ha entrevistado con Bernard Henri-Lévy, un filósofo y periodista francés que es un auténtico embajador hegemonista. Cuenta con un nutrido historial de apoyos a intervenciones imperialistas sobre el terreno: en 1985 apoyó a la «Contra» nicaragüense, y luego los bombardeos de la OTAN contra Yugoslavia; las invasiones de Afganistán e Irak; los bombardeos de la OTAN en Libia, la guerra de Siria… y por supuesto en 2014 estuvo en Ucrania, en la plaza Maidán, apoyando el levantamiento contra Yanukóvich.
Estamos, por tanto, ante una situación compleja. La contradicción entre el gobierno autoritario de Lukashenko y amplios sectores de las masas bielorrusas es legítima y endógena. Pero como en todas las “revoluciones de colores”, el hegemonismo norteamericano intenta usar ese sustrato de descontento para intervenir en un país del área de influencia de Rusia, uno de sus principales enemigos geoestratégicos.