Hasta 4.000 refugiados, según el gobierno polaco, se agolpan en condiciones dramáticas a pocos metros de las concertinas de la frontera polaca. No tienen apenas alimentos, y una simple botella de agua se vende por 10 veces su precio. Familias enteras, con muchos niños, víctimas fáciles de la desnutrición, la deshidratación o la hipotermia. Algunos con tiendas de campaña, y durmiendo al raso, apiñándose alrededor de alguna hoguera. Por la noche el termómetro cae varios grados bajo cero, y aún es peor cuando la lluvia y el barro lo empapa todo. Hay ya 11 migrantes muertos a uno y otro lado de la frontera.
Es ahora, cuando el invierno se aproxima, cuando el mundo mira horrorizado este insoportable escenario, pero lo cierto es que no es nuevo. Desde el mes de julio los refugiados habían empezado a llegar a un área fronteriza que tiene más de 400 km. Según Varsovia, este año se han registrado casi 30.000 intentos de cruzar la frontera, 17.000 de ellos sólo en octubre. La mayoría son kurdos iraquíes, pero hay también muchos de Siria y Afganistán, e incluso de países africanos como Camerún y la República Democrática del Congo.
Han llegado a Bielorrusia desde los aeropuertos de Oriente Medio, engañados por agencias turísticas de Erbil, Bagdad, Damasco o Beirut, asociadas con una contraparte bielorrusa que les gestiona un paquete de transporte y alojamiento. Una vez en Minsk han sido transportados -bien en taxi, bien por las propias tropas bielorrusas- hasta la frontera. Una vez allí, según numerosos testimonios de los propios migrantes, los guardias fronterizos del régimen de Lukashenko les golpean, les roban el dinero, les rompen los teléfonos, les amenazan con quitarles los pocos víveres que les quedan… espoleándolos a arrojarse contra la alambrada.
Pero al otro lado de la frontera no les espera un trato mejor. Cuando un grupo -derribando un tronco de árbol contra la concertina- consigue penetrar en territorio polaco, se encuentra con un muro de 15.000 soldados, policías y milicias paramilitares, espoleados por el ultraderechista y xenófobo gobierno de Ley y Justicia. Porras, gases lacrimógenos y devoluciones en caliente que contravienen las más elementales normas del derecho humanitario internacional. Y no pocas muestras de crueldad. Las ONGs cuentan como un refugiado, tras caer inconsciente por la carga de los antidisturbios polacos, fue devuelto descalzo a Bielorrusia. Sin calzado, en invierno, en un bosque.
Los pocos que logran atravesar la frontera se esconden por semanas en los bosques polacos, siempre acechados por patrullas de carretera, helicópteros o drones. Individuos o familias enteras pidiendo comida a los lugareños polacos, que se enfrentan a duras sanciones por dar auxilio a los ilegales. Las vecinas de la remota localidad de Hajnowka cuentan cómo se toparon con un refugiado que nada más verlas se arrodilló llorando por un poco de agua. O cómo avistaron a un niño de poco más de diez años, huyendo perdido en medio del bosque.
Este es el drama humanitario que se desarrolla en la frontera oriental de la Unión Europea, tan pagada de sí misma en la defensa de los derechos humanos y de los valores democráticos.
Sintiéndose chantajeada por Minsk y por Moscú, Bruselas ha asumido las tesis de un ejecutivo de Ley y Justicia con el que hasta hace poco mantenía una aguda disputa a cuenta de las maniobras antidemocráticas del primer ministro Morawiecki por controlar la justicia y atacar los derechos civiles de las mujeres y el colectivo LGTBI.
Tras cuatro años de mirar a Donald Trump con superioridad moral, ahora el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, se ha abierto ahora a financiar un muro en las fronteras orientales de la UE, tal y como le exigen los gobiernos más derechistas de la Unión.
Más muros, más alambradas, más concertinas. Más devoluciones en caliente, menos derechos humanos, menos acogida a quienes llegan a las puertas de Europa necesitando desesperadamente refugio, ayuda, auxilio. Menos solidaridad a quienes vienen huyendo de unas guerras provocadas por las intervenciones militares de Washington y sus aliados de la OTAN. Esta es la hipócrita respuesta a la crisis de la misma Unión Europea que recibió en 2012 el Premio Nobel de la Paz «por su contribución al avance de la concordia, la democracia y los derechos humanos» y que se ahoga en su propia mezquindad, en su infinito cinismo.
Porque es cierto que la UE no puede ceder ante el chantaje de un autócrata brezneviano como Lukashenko y sus amos del Kremlin. Pero no es menos cierto que se debe poner la vida, la salud y la seguridad de los seres humanos que se agolpan ante sus fronteras por encima de cualquier razón de Estado, por encima de cualquier consideración geopolítica. ¿Nos quieren convencer de que no es posible, al mismo tiempo que se toman medidas más enérgicas contra el gobierno de Minsk, acoger a unos pocos miles de personas y darles una acogida digna entre los 28 países de la Unión Europea? ¿Es esto una utopía?
Esto es lo que exige una buena parte de la opinión pública europea, y sin duda la mayoría social progresista de nuestro país.